Historia

El asesinato de José Castillo, el crimen que anunció la Guerra Civil

La muerte del guardia de asalto fue la antesala a la del político José Calvo Sotelo

Página del diario "El Liberal" con la noticia de los asesinatos de Castillo y Calvo Sotelo
Página del diario "El Liberal" con la noticia de los asesinatos de Castillo y Calvo SoteloBiblioteca Nacional

Su ele ser habitual que se nos diga que la chispa que hizo estallar la Guerra Civil, si es que era necesaria esa chispa, la propició el asesinato del dirigente derechista José Calvo Sotelo, antiguo ministro durante la dictadura del general Miguel Primo de Rivera. Aquella muerte fue la excusa que buscaban los conspiradores para, de alguna manera, dar un paso adelante. El golpe de Estado que se iba a iniciar el 17 de julio de 1936, ocurrido cuatro días antes, tenía un mártir. Pero lo que se suele dejar de lado es lo sucedido antes de ese crimen cuando otro hombre, en el otro bando, caía muerto por culpa de los disparos de un grupo de pistoleros. Se llamaba José Castillo y hoy, por desgracia, parece condenado al olvido.

Se llamaba José del Castillo Sáenz de Tejada y había nacido en Alcalá la Real el 29 de junio de 1901. En el momento de su muerte, ocurrida en la noche del 12 de julio de 1936, era teniente de la Guardia de Asalto, el cuerpo de policía que había creado la Segunda República en 1932. Era pariente lejano, por vía materna, del fundador de Falange, José Antonio Primo de Rivera y Sáenz de Heredia. En el momento de su muerte tenía 35 años.

Nos tenemos que situar en el lugar de los hechos para comprender cómo fue aquel asesinato descrito con suma precisión por Ian Gibson en su libro «La noche que mataron a Calvo Sotelo». En ese instante de un caluroso 12 de julio de 1936, en el momento en el que el reloj está a punto de marcar las nueve y media de la noche, Castillo se acaba de despedir de Consuelo Morales, con quien lleva casado unos escasos 52 días y que está embarazada. Él era un hombre amenazado como demuestra el hecho de que pocos días antes del enlace, Consuelo había recibido una nota en la que se podía leer “¿Por qué casarte con alguien, que, dentro de un mes, será un cadáver?” La pareja se dicen adiós en el número 11 de la calle Augusto Figueroa y Castillo se dispone a ir hasta el cuartel de Asalto de Pontejos, detrás de la Puerta del Sol, a muy pocos metros andando. Y eso es lo que hace el teniente Castillo, dar un pequeño paseo hasta su puesto de trabajo. Por el camino debe pasar por Santa María del Arco, en la esquina de las calles Fuencarral y Augusto Figueroa. Es allí donde existía un pequeño oratorio. En el momento en el que Castillo pasaba ante él, un grupo de hombres armados salieron a su paso. Uno de ellos gritó: «¡Ese es! ¡Ese es! ¡Tírale!»

Y alguien empezó a disparar con una pistola ametralladora, aunque sin demostrar muy buena puntería. Pese a la ráfaga de tiros, rápida y torpe, Castillo pudo desenfundar su pistola reglamentaria y llegó a contestar, pero sin suerte. El teniente cayó en el suelo con tres heridas, una de ellas mortal. Su cuerpo tropezó con el de un testigo presencial del suceso: el periodista conservador Juan de Dios Fernán Cruz. El diario «El Liberal» habló con Fernán Cruz quien contó su versión de los hechos:

«Serían las nueve de la noche cuando subí en la glorieta de Quevedo al tranvía de la línea número 18, que por cierto tardó bastante en llegar a la esquina de las calles de Augusto Figueroa y Fuencarral, en cuyo sitio hube de apearme. Al pasar junto a la capilla que allí existe me descubrí y me quedé mirando fijamente a un viejo, cuya actitud me extrañó, pues haciendo unos gestos grotescos estaba santiguándise arrodillado ante la ermita. En aquel instante, al entrar en la calle-de Augusto Figueroa, volviendo la esquina de la capilla, vi venir hacia mí a un teniente de Asalto que dejaba la acera de enfrente, sin duda para entrar en la calle de Fuencarral, por la opuesta. No habría llegado al centro de la calle cuando tras él llegaron unos cuatro o cinco individuos—no puedo determinar el número exactamente—, a uno de los cuales de oí gritar: “Ese es, ese es; tírale”. Acto continuo se produjo un terrible tiroteo, cuyas balas alcanzaron al oficial de Asalto, que, dando traspiés, vino a caer sobre mi cuerpo, derribándome en tierra, lo que me produjo una lesión en el codo, que acaba de serme curada por los médicos de este establecimiento. Intenté levantarme, lo que conseguí difícilmente; y al notar que había perdido las gafas las busqué, encontrando unas junto al cadáver. Al fijármelas ante los ojos observé que no veía, lo cual atribuí a mi estado de mareo y nervosidad causado por el horror que me produjo el suceso. Instantes después un individuo me entregaba unas gafas que eran las mías, y entonces comprendí por qué se me nublaba la vista. En aquel momento se me acercó un joven, don Félix Terán, y con su ayuda colocamos el cuerpo de la víctima en un automóvil que a la sazón pasaba por aquel sitio, y le trajimos al Equipo Quirúrgico. Recuerdo exactamente las últimas palabras que pronunció el desventurado teniente: «Lléveme con mi mujer, que ha poco se ha separado de mí».

El autor de la crónica preguntó a Fernán Cruz si podía describir a los asesinos, pero no, no lo tenía fácil. «Imposible. Era tal mi estado de nervosidad y ¡tal la confusión y circunstancias en que el suceso se produjo, que no podría decir si iban bien o mal vestidos y mucho menos sus señas personales, lo cual lamento con toda mi alma, porque la muerte del señor Castillo ha sido una verdadera iniquidad. La visión de esta tragedia no se borrará fácilmente de mi memoria».

El cadáver de Castillo fue llevado a las once y cuarto de la noche hasta la sede de la Dirección de Seguridad. Allí se instaló la capilla ardiente y desfilaron, además de los familiares del asesinado, muchos de sus compañeros. Algunos de ellos, tras ver el féretro con el cuerpo de su compañero, decidieron vengarse. Esa misma noche, un grupo encabezado por el capitán de la Guardia Civil, Fernando Condés Romero, se presentó en el domicilio de Calvo Sotelo tras haber intentado, sin suerte, detener al jefe de la CEDA José María Gil Robles. El político fue apresado e introducido en una camioneta, la número 17 de la Dirección General de Seguridad. Allí fue asesinado. Era el prólogo a la inmediata Guerra Civil.