Opinión

Sin ruido

Un millón y medio de alumnos catalanes vuelven al cole con dudas por la COVID
Una profesora da la bienvenida a sus alumnos en la Escola Catalonia de Barcelona, con los alumnos con mascarillas. EFE/Enric FontcubertaEnric FontcubertaAgencia EFE

A la velocidad que corren los tiempos y se desarrollan los acontecimientos, recordar cuando salíamos a los balcones con puntualidad británica, todas las tardes a las ocho en punto, para homenajear a nuestro personal sanitario –nunca suficientemente reconocido– por el sobreesfuerzo que tuvieron que soportar cuando estalló la pandemia, parece casi de otra época. Y no ha pasado tanto.

Yo reconozco que no salía cada día –apenas lo hice algunos– pues no soy mucho de participar en iniciativas que no tienen mayor provecho que alimentar los cuchicheos vecinales («fíjate, los del quinto sí que salen, pero, en cambio, la del tercero no lo hace nunca…»). Vamos, que mi reconocimiento y mi agradecimiento fueron y continúan siendo totales, independientemente de lo que pudieran pensar o malpensar los residentes en comunidad.

Los medios de comunicación se encargaron pronto de ampliar el círculo de los aplaudidos a otros colectivos (fuerzas del orden, transportistas, cajeras de supermercado, farmacéuticos, etc.) que, como los originarios, fueron reclutados y enviados a la vanguardia de la exposición al contagio. Y esta extensión obedecía, desde luego, al más estricto principio de justicia.

En aquellos meses, más allá de algún caso anecdótico en que lo hice online, tuve que suspender mis charlas en los colegios para concienciar a los jóvenes de la importancia de actuar responsablemente cuando salen de fiesta y conducen vehículos. Primero, porque ninguno salía de fiesta; pero, sobre todo, porque los colegios, con buen criterio, restringieron al máximo las actividades impartidas por personas externas, a fin de preservar a sus alumnos. Así, no acudía a los centros, pero sí estuve en contacto con todos los que visito al efecto año tras año. Averigüé de fuentes directas cómo el profesorado se vio abocado a optimizar los espacios y doblar horas para llegar a todos los alumnos manteniendo la distancia de seguridad entre pupitres; cómo tuvieron que formarse sobre la marcha sobre las nuevas medidas de seguridad y su implementación; cómo se resignaron –junto a los escolares– a dar las clases a bajas temperaturas y con las ventanas abiertas; cómo soportaron las deficiencias de las instalaciones; y cómo, en definitiva, sin hacer ruido, exprimieron su ingenio para satisfacer su vocación y que los estudiantes pudieran seguir como fuera con sus cursos.

Ahora ya ha pasado mucho tiempo. Ya es historia, ya parece de otra época. Nadie sale hoy a los balcones a aplaudir. Pero mi reconocimiento y mi agradecimiento, junto a mi admiración, que ya entonces alcanzaban al profesorado, permanecen intactos. No lo airearé desde mi balcón, pero quizás, desde aquí, sí llegue a algún profesor. Reciba entonces, públicamente, mi gratitud.