Opinión

El independentismo ha muerto

Lazos amarillos durante la manifestación independentista convocada por la ANC con motivo de la Diada del 11 de septiembre.
Lazos amarillos durante la manifestación independentista convocada por la ANC con motivo de la Diada del 11 de septiembre.Enric Fontcuberta.EFE

Cuando pienso que ya han pasado cuatro años desde 2017, me echo las manos a la cabeza. ¿Tanto ya, desde el apogeo independentista? ¿Tanto de aquella sociedad crispada, del radicalismo insurgente y de las calles convertidas a diario en campos de batalla? Mi sensación es como si hubiese transcurrido sólo la mitad de ese tiempo.

Apenas un par de años antes de que estallara todo y de que, a los que por la noche se acostaron nacionalistas, se les diera la consigna de que mañana se tenían que despertar independentistas, la tolerancia se imponía casi siempre a las diferencias, con pequeñas excepciones motivadas por hechos significativos.

Luego pasó lo que pasó: clamor por la desobediencia, clima pseudorrevolucionario, gente a la cárcel, unos huyen, otros se quedan aguantando la bandera y se intenta presentar a España como la Corea del Norte europea. Con el tiempo, baja la temperatura y también el suflé. Sigue habiendo dos bandos, pero, como todos tenemos a familiares, amigos y buena gente en uno y en otro, pues las beligerancias, aun subsistentes, han visto reducida su intensidad por pura sensatez. Puigdemont aparte, que continúa sacando la nariz de vez en cuando, ya casi nadie se acuerda de los demás fugados. ¿Qué habrá sido de Anna Gabriel, por ejemplo?

A mí me da la sensación de que, ruido interesado al margen, ya nadie se cree de verdad la milonga de la independencia. Como hay que seguir comiendo caliente –fin supremo y omnímodo– se echa de vez en cuando algo de alpiste a las palomas para asegurar los votos que mantengan la sopa tibia. Cuatro promesas demagógicas y ciertos gestos bastan para tener contento al ganado, como la efectivísima mesa de negociación, decir que no piensan cumplir lo del 25% de las clases en español en los colegios o haber conseguido que, en algunas plataformas televisivas, se emitan en catalán un porcentaje de sus series y películas (todo un clamor popular, una losa que no podíamos quitarnos de encima, el mayor de nuestros problemas). Que incumplir lo que ordene el españolísimo Tribunal Supremo es de lo más, y a la chorrada esa de los doblajes también se le puede sacar mucho jugo.

El bloque «indepe» ya no es tal bloque, andan a la greña entre ellos. O sea, como antes, como al principio. La república catalana ya nadie se la cree a corto-medio plazo, ni siquiera sus principales impulsores. Volvemos a estar donde antes, donde siempre. Unos intentando arramblar concesiones del Estado y todos despotricando y pataleando cuando los de enfrente se pasan de frenada. Volvemos, pues, al nacionalismo de antaño. Afortunadamente. Y aunque lo quieran seguir llamando «independentismo».