Patrimonio
Colau amenaza con cerrar una bodega histórica de Barcelona
Ca’l Pep, en el barrio de Gràcia, ha sorteado la primera orden de clausura gracias a un recurso en el último momento
Quien más, quien menos invierte buena parte de su vida social en bares. Los hay que prefieren locales impersonales para confundirse entre la multitud, otros, espacios de modernidades pasajeras y gintonics con dosificador, mientras que algunos se inclinan por los bares de barrio, con solera, en los que te conocen por el nombre y te transportan al pasado. A la Barcelona que fue. Bares que se han convertido en patrimonio de la ciudad.
El gobierno municipal de Ada Colau lleva años presumiendo de sus esfuerzos por preservar, precisamente, el patrimonio comercial de la ciudad, bien sea por el Plan de Protección y Apoyo a los Establecimientos Emblemáticos, de 2014, o incluso con el Plan de Persianas Abiertas, para evitar, dicen, el monocultivo. Nada más lejos de la realidad. Una bodega centenaria, Ca’l Pep, en el barrio de Gràcia, se ve abocada a la desaparición ante las condiciones draconianas que el Ayuntamiento le obliga a asumir para continuar con su negocio.
Corrían los años 30 del siglo pasado cuando Pep Barberan, natural de Gràcia, decidió abrir, sin saberlo, uno de esos bares que conformarían la memoria colectiva de su propio barrio. Ubicado en la parte alta de la calle Verdi, la bodega Ca’l Pep comenzó sirviendo vino y hielo. A los parroquianos habituales les gustaba el local y, poco a poco, se fue convirtiendo en una suerte de centro social oficioso. Pep decidió incorporar entonces una cafetera. Su hijo Sergio se hizo con el negocio en los años sesenta y comenzó a preparar algo de comida. Unos bocadillos por aquí, unas raciones por allá. Pero la gente quería almorzar en condiciones. Primero pusieron una mesa, luego dos y así siguió hasta que su mujer, Teresa, comenzó a cocinar en casa para satisfacer a sus clientes.
«Estando ellos de dueños entró mi padre de joven, Rafa, a trabajar. Cuando Teresa y Sergio se jubilaron le pasaron la bodega y en 2010 me contrató a mí», explica Griselda, la actual dueña, cuarta generación, de Ca’l Pep. «Nos limitamos a seguir la tradición de servicio y comidas de Teresa y Sergio hasta que comenzaron los problemas», añade.
Cruzada
Un buen día, la vecina de encima decidió quejarse de que le molestaban los olores. «No hubo problema, no teníamos la licencia y quitamos la cocina, apenas un fuego», explica Griseda. Pero no contenta con ello empezó a quejarse del ruido. Entonces comenzó el reguero de inspecciones, una al año como mínimo desde que la vecina emprendió su particular cruzada. «Había una caseta, un trastero, en el patio trasero, donde teníamos entre otras cosas un hornillo viejo. Me lo hicieron quitar, el hornillo y la caseta», añade a modo de ejemplo. Sobre el ruido, «al parecer vino un técnico, hizo una medición, una en diez años, pero nunca se identificó, nunca supe que día vino. No sé si era un día que se celebraba un cumpleaños, un partido de fútbol o teníamos las ventanas abiertas. Nada». Griselda, sin embargo, asume que aquel día se pasaba de decibelios. La propuesta del Ayuntamiento significaba insonorizar el local. Lo aceptó, muy a su pesar, porque implicaba tapar la bóveda catalana que corona la bodega, además de un considerable desembolso económico. Con esa única medición tenía una orden de cierre para la semana pasada. Un recurso de su abogado ha permitido, por ahora, posponerla.
Por si eso fuera poco, en otra de las visitas, un técnico con particular celo se entretuvo con los planos del local. Resulta que la mitad de la superficie de Ca’l Pep no se puede utilizar como bodega, por mucho que así haya sido durante los últimos 70 años, sino como almacén. «Me permiten 18 personas, cuando caben unas 50», explica. Menos de la mitad de gente, menos de la mitad de la facturación.
Griselda confiaba que con buena voluntad el Ayuntamiento le ayudaría a solventar el problema del aforo a cambio de la insonorización. Nada más lejos de la realidad. Ha chocado con un muro burocrático que prefiere, o eso parece, no atender a razones. «Acabo de heredar el local, tras una pandemia, soy madre soltera, es decir, familia monoparental, emprendedora y con un local emblemático. No entiendo a este Ayuntamiento. No entiendo que no me dé una salida que no sea el cierre», explica Griselda. Y no le falta razón. Cuesta creer que un gobierno que presume de proteger negocios históricos, de feminista e incluso de distanciarse de la Barcelona de la barra libre que imperó tras los Juegos Olímpicos se preste a repetir el mismo patrón. Quizás prefieran los locales de gintonics con dosificador.
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