Opinión

En un futuro imperfecto

Todo lo que había que saber estaba en los libros

El placer de un libro abierto
El placer de un libro abiertoGoogle

Los llamaban libros, y eran un montón de hojas de papel, que, cosidas o pegadas por uno de sus lados y encuadernadas con una cubierta en la que figuraban el título y el nombre del autor, formaban un volumen de forma rectangular fácilmente manejable. Las hojas, que se llamaban páginas y estaban numeradas, contenían un texto impreso para la lectura, y en algunos casos se incluían también ilustraciones.

Los había de todos los tamaños, desde las enciclopedias y los diccionarios, que eran los más grandes y solían por eso estar guardados siempre en el mismo sitio, hasta los que cabían en un bolsillo y podían llevarse a cualquier parte.

También los contenidos eran muy variados: de ciencia, de medicina, de historia, de filosofía, de religión...

Los libros se vendían en unos sitios que se llamaban librerías, y la gente los leía después en las casas y en los parques y en los trenes.

Había muchos que se pasaban horas enteras con un libro en la mano, leyendo. Unos lo hacían por obligación, para aprender cosas que necesitaban saber, y otros para pasar el rato y no aburrirse, de lo cual se deduce que el contenido de los libros les debía de resultar más entretenido e interesante que la vida real, la suya y la de su alrededor.

Los había incluso que se encerraban horas y horas en unas salas silenciosas con las paredes abarrotadas de libros y unas mesas pobremente iluminadas donde podían apoyar los codos para leer y tomar notas.

Todo lo que había que saber, todo lo que exigían los profesores a los niños en las escuelas estaba en los libros.

Pero los libros más leídos no eran los que enseñaban cosas útiles, como las recetas para hacer bien las comidas o las explicaciones para plantar y cuidar los árboles del jardín, sino los que contaban historias que los autores se sacaban de la manga o de su imaginación... De estos, según fuera de lo que trataban, había tres clases: novelas (o cuentos, si la historia era muy corta), poesía (si hablaba de sentimientos y cosas delicadas, para emocionar o hacer saltar las lágrimas) y teatro (si solo aparecían diálogos que después unos actores tenían que recitar en un escenario...).

Estos eran libros que, en lugar de explicar cosas útiles y provechosas para la vida, hablaban solo, como ya se ha dicho, de historias y sentimientos, todo inventado e imaginario, cuanto más irreal o emocionante o exagerado mejor. La asignatura en que todo esto se estudiaba se llamaba literatura, y los profesores que la impartían estaban convencidos de que era la más importante del currículo y presumían en clase por eso de lo mucho que sabían, y se hacían pasar por sabios porque estaban en el secreto de lo que los libros decían.