Historia

El primer documento de la historia donde aparece mencionado Montserrat: ¿por qué los romanos no se asombraron ante su belleza?

Pese a la costumbre romana de describir los paisajes y accidentes geográficos más singulares de Hispania, el macizo no aparece en sus crónicas

La montaña de Montserrat
La montaña de MontserratFlickr

A pesar de que hoy Montserrat es una de las grandes señas de identidad de Cataluña, símbolo de su espiritualidad, de su tradición y de sus raíces católicas, y de que se ha convertido en uno de los lugares más turísticos y visitados tanto por catalanes como por extranjeros, no siempre fue así. En los primeros siglos de nuestra era, cuando los romanos recorrían y documentaban con minuciosidad la geografía de Hispania, el macizo pasó inadvertido: ninguna de sus cimas, cuevas o perfiles rocosos quedó registrado en sus crónicas. El silencio de las fuentes clásicas es uno de los misterios que rodean al macizo, estando la sierra solo a un día de camino a pie de Barcelona (hoy, en coche, llegas en media hora), y siendo un macizo que se eleva bruscamente, sin previo aviso desde la nada hasta 1.236 metros de altura.

Los autores latinos fueron grandes cronistas de paisajes y territorios. Plinio el Viejo, en su "Historia natural", describió con detalle la geografía de la Hispania Tarraconense, recogiendo ríos, montes y accidentes de interés. Julio César, en "La guerra civil", narró con precisión sus campañas en la península ibérica. Ambos textos, junto con otros de la tradición latina, muestran la costumbre romana de consignar los rasgos notables de cada provincia. Y sin embargo, en ninguna de estas obras aparece Montserrat, pese a su cercanía a Barcino y a la importancia estratégica de la zona.

Leyenda

Las razones de este silencio solo pueden conjeturarse. Quizás a los conquistadores romanos no les interesó adentrarse en un relieve abrupto, lleno de cuevas y bosques espesos. O quizá la montaña, por su aspecto extraño y desafiante, fue considerada un lugar peligroso, habitado por fuerzas sobrehumanas. Lo cierto es que, a diferencia de otros enclaves que dejaron huella en la literatura romana, Montserrat no tuvo lugar en la memoria escrita de aquella civilización.

Muchos siglos después, este vacío fascinó a los escritores románticos. Asombrados por la ausencia de referencias clásicas, imaginaron unas supuestas “fuentes antiguas” en las que aparecían nombres míticos. Hablaron de un Mons Cels atribuido a caldeos, interpretado como “montes”; de un Mons Estorcil latino que significaría “montaña extravagante”; y de un enigmático topónimo árabe, Gis-Tus, traducido como “montaña vigilante”. Todas estas atribuciones carecían de base documental, pero reflejaban el empeño romántico por dotar al macizo de un pasado legendario que supliera el vacío de las fuentes.

Historia

La primera mención cierta y documentada de Montserrat llega en plena Edad Media. El 20 de abril del año 888, el conde de Barcelona Guifré el Velloso, fundador del monasterio de Ripoll, rubricó una donación en la que cedía tierras y posesiones a la nueva comunidad monástica. En el documento se lee: “Y en otro lugar de esta Marca, el lugar que llamamos Mont Serrat, con las iglesias de la cumbre y de la parte baja”. La referencia es clara y ofrece un punto de partida preciso para la historia escrita de Montserrat.

La Marca mencionada por Guifré era la Marca Hispánica, la franja fronteriza creada por Carlomagno al sur de los Pirineos. Las iglesias aludidas en el documento, probablemente anteriores a la dominación musulmana, pudieron remontarse incluso a época visigoda. Con esta donación, el conde aseguraba la presencia cristiana en la zona, confiándola al monasterio de Ripoll.

Las dificultades de comunicación entre Ripoll y Montserrat generaron dudas sobre la jurisdicción del lugar, motivo por el cual el hijo de Guifré, el conde Sunyer, confirmó por escrito en el año 933 la posesión de las iglesias y capillas. En su documento se citan cuatro advocaciones: Santa Maria, Sant Iscle, Sant Pere y Sant Martí.

A partir de entonces, Montserrat empezó a consolidarse como un espacio ideal para la vida contemplativa, pronto rodeado de leyendas que narraban su fundación, las disputas entre monasterios y la atracción espiritual de la montaña. Lo que los romanos habían pasado por alto, la cristiandad medieval lo convirtió en un centro de devoción y en un lugar cargado de significado que, a día de hoy, todavía perdura como la mayor seña de identidad católica de Cataluña.