Opinión

De qué hablar para no hablar de política

Estamos muy informados, sí, pero la mayor parte de las veces solo conocemos la corteza de lo que pasa

Entrevista al escritor Yuval Noah Harari
Yuval Noah Harari Alberto R. RoldanLa Razón

“Estamos superando con creces el límite saludable de información que recibe el cerebro”, advertía recientemente en una entrevista el filósofo e historiador Yuval Noah Harari, autor del celebérrimo Sapiens. Y no es la suya la única voz autorizada que ha prevenido contra el exceso de información, que puede llevar, por paradójico que parezca, a desfigurar o disfrazar la realidad; e incluso, a ocultarla.

En esa ocultación, en ese disfraz (estamos muy informados, sí, pero la mayor parte de las veces solo conocemos la corteza de lo que pasa), juega un papel relevante la política, entendida esta en el peor sentido de la palabra, que es, por desgracia, el que se practica. La política de los partidos políticos, que empieza por colonizar las instituciones y termina por inmiscuirse en todos los ámbitos. Hasta tal punto que, si uno se dejara llevar por los titulares de los periódicos y los noticiarios de la televisión, llegaría a creer que la política es la única ocupación de la ciudadanía. Que bastante tiene con sobrellevar sus preocupaciones como para atender a las componendas y trifulcas de los partidos, las pullas y descalificaciones con que se entretienen en público, las triquiñuelas y escaramuzas que urden unos y otros, las ocurrencias de tal (tirar piedras a los mossos y quemar contenedores es algo cultural propio de Catalunya, proclamó no hace mucho en el Parlament una diputada de la CUP) y las andanzas de cual (verbigracia, las de un galante caballero exministro de Fomento y de Transportes).

Hablemos, pues, de otras cosas no tan insustanciales.

De la primavera, por ejemplo, que un año más ha acudido puntual a traernos la bendición de la luz que ensancha los días y de la lluvia que devuelve el verdor a lo yermo. Se opera así el gran milagro, que, de tan acostumbrados como estamos a verlo, ya no reparamos en él: el renacer de la naturaleza, el eterno retorno de la vida que se renueva, el paso inexorable de una estación a otra. (Pero, ay, la rueda del tiempo no gira así para los humanos, porque se detiene en el invierno, y ahí, en el arrabal de senectud que decía Jorge Manrique en sus Coplas, termina irremediablemente su recorrido.)

O de las enseñanzas que nos brinda el mundo natural: la montaña que preside impasible el contorno, el camino que sabe adónde va, el árbol que crece, la flor que brota, el pájaro que canta, el arroyo que sigue su curso… Esas son las realidades ajenas a toda contingencia, los hechos esenciales que suceden al margen de coyunturas humanas y circunstancias temporales, las cosas que están ahí y seguirán estando cuando nosotros hayamos pasado. Por eso basta muchas veces con un paseo por el campo para que la mayor parte de las noticias que llenan papeles y pantallas se nos aparezcan en su verdadera dimensión: sombras de nubes pasajeras, ecos de voces lejanas, hojas volanderas, humo.