Investigación

El autismo no es un trastorno, es el rastro de nuestro salto evolutivo según un nuevo estudio científico

La alta prevalencia del autismo, una condición casi exclusiva de nuestra especie, podría ser la otra cara de la moneda de la propia evolución humana: el peaje que pagamos por el lenguaje y un cerebro complejo

Niña con autismo recibe medicación
Niña con autismo recibe medicaciónFreepik

El salto evolutivo que nos convirtió en la especie dominante del planeta no fue gratuito. La capacidad para el lenguaje, el pensamiento abstracto y la resolución de problemas complejos trajo consigo un peaje biológico, una suerte de compensación que hoy se manifiesta en la diversidad de nuestro funcionamiento cerebral. Lejos de ser una simple anomalía, la elevada prevalencia del autismo podría ser una consecuencia directa de ese mismo impulso evolutivo que nos hizo humanos.

De hecho, la clave de nuestra singularidad como especie reside en una apuesta arriesgada: un cerebro que madura lentamente tras el nacimiento. A diferencia de otros animales con capacidades más definidas al nacer, esta prolongación del desarrollo nos abrió la puerta a una mayor plasticidad neuronal, permitiendo que el aprendizaje y la interacción con el entorno moldearan nuestras capacidades de una forma mucho más profunda y adaptable. Esta misma adaptabilidad es la que nos permite explorar estados de conciencia únicos, pues se ha estudiado cómo los sueños lúcidos son un superpoder que solo un cerebro con esta capacidad puede desbloquear.

En el corazón de este proceso se encuentran unas neuronas muy específicas, las L2/3 IT, situadas en la capa más externa del cerebro. Estas células nerviosas experimentaron una evolución acelerada en el linaje humano en comparación con otros primates, un desarrollo que, tal y como han publicado en SciTechDaily, fue impulsado por la selección natural durante milenios.

El rastro genético de nuestra singularidad

Asimismo, este desarrollo neuronal no ocurrió en el vacío. Estuvo acompañado de modificaciones en los genes que hoy se asocian directamente con el Trastorno del Espectro Autista (TEA). La investigación apunta a que las mismas mutaciones que permitieron un cerebro más plástico y con una maduración más lenta establecieron una conexión genética directa con las características del autismo, que se considera una condición casi exclusiva de nuestra especie. Esta variabilidad genética es una constante en nuestra especie, hasta el punto de que la ciencia sigue descubriendo nuevas complejidades y, de hecho, puede que tengas un grupo sanguíneo diferente a los conocidos tradicionalmente.

Por todo ello, la perspectiva científica sugiere que el autismo no es una desviación, sino una parte inherente del abanico de posibilidades neurológicas que nos define. La prevalencia global, que afecta a uno de cada cien niños y es aún mayor en países como Estados Unidos, sería el reflejo de una característica fundamental de nuestra evolución. En última instancia, la neurodiversidad es el eco de los mecanismos que cimentaron la propia definición de ser humano.