
Ciencia
Un científico predijo que viviríamos más de 1.000 años: de momento se ha equivocado, pero existe la posibilidad
El viejo anhelo de extender la vida humana más allá de los límites conocidos, un siglo después de audaces predicciones

A principios del siglo XX, la comunidad científica albergaba un notable optimismo respecto a la capacidad de la medicina para alargar la vida humana de forma drástica. Descubrimientos fundamentales como la capacidad de aislar la insulina por Frederick Banting en 1921, que transformó radicalmente el tratamiento de la diabetes, auguraban una era donde las enfermedades más letales podrían ser conquistadas.
Este optimismo se fundamentaba en avances previos, como el descubrimiento de los gérmenes en la década de 1880, que condujo a la era de la bacteriología y a vacunas que salvaron vidas a escala masiva. La identificación de las vitaminas y su vínculo con dolencias carenciales, o la mejora sustancial de las técnicas quirúrgicas gracias a la anestesia, reforzaban la idea de un progreso lineal e imparable contra los males que acortaban la existencia.
En este contexto de progreso constante y esperanza, en julio de 1925, un redactor de la publicación Popular Science llegó a plantear la audaz hipótesis de que la ciencia podría, en un futuro no muy lejano, extender la esperanza de vida humana hasta los mil años. La idea de emular a Matusalén, midiendo las vidas por siglos, empezó a circular en la esfera pública.
Cien años de investigación y realidad
Aquel redactor de 1925, John E. Lodge, sugirió la posibilidad de alcanzar esas edades mediante métodos avanzados para la época, como el trasplante de órganos, el reemplazo de enzimas desgastadas o la manipulación de una supuesta "chispa vital" según Popsci. Un siglo después, aunque lejos de esa meta milenaria, la esperanza de vida media en Estados Unidos, por ejemplo, ha pasado de 58 años a 78,4 años, según los Centros para el Control de Enfermedades.
Hoy en día, la investigación se centra en áreas de vanguardia como la edición genética, la reprogramación celular y la inmunoterapia, buscando entender y contrarrestar los mecanismos del envejecimiento. Estos esfuerzos se basan en investigación minuciosa y colaborativa, a diferencia de las ideas más especulativas de hace un siglo.
Se han observado resultados prometedores en modelos de laboratorio. Investigadores en Singapur han logrado extender la vida de ratones un 25% bloqueando la proteína interleucina-11.
En la Universidad de Rochester, la transferencia de un gen de rata topo desnuda, un roedor conocido por su longevidad excepcional (vive diez veces más que otros similares), a ratones, extendió la vida de estos últimos un 4,4% y mejoró su salud general.
De manera interesante, cien años después de que la insulina de Banting desplazara a la ruda cabrera como tratamiento principal para la diabetes, un derivado de esta planta ancestral, la metformina es ahora uno de los fármacos principales para la diabetes tipo 2. Más allá de su uso original, investigaciones recientes sugieren que podría ralentizar o inhibir cambios celulares asociados a la inflamación y enfermedades relacionadas con la edad, extendiendo potencialmente la vida.
La comprensión del envejecimiento celular ha avanzado notablemente. Partiendo de la teoría del biólogo evolutivo August Weismann a finales del siglo XIX sobre los límites de replicación celular, confirmada experimentalmente en la década de 1960, la ciencia hoy explora revertir este proceso. El trabajo de Shinya Yamanaka, ganador del Premio Nobel, demostró cómo revertir células especializadas a un estado pluripotente embrionario, abriendo vías para la regeneración de tejidos.
No obstante, la traducción de estos éxitos de laboratorio a la aplicación en humanos presenta desafíos enormemente complejos. La mayoría de las intervenciones solo funcionan en condiciones muy controladas o en animales con ciclos de vida muy cortos.
Incluso si se lograra duplicar o triplicar la vida humana, surgirían complejos desafíos sociales y éticos de calado: quién tendría acceso a estas terapias, cómo se estructuraría una sociedad con personas centenarias o tricentenarias, o cuál sería el impacto psicológico de una longevidad extrema.
La expectativa optimista de 1925 pudo ser prematura, pero la investigación actual cuenta con herramientas y conocimientos biológicos más sofisticados. Sin embargo, la lección de los últimos cien años es que la extensión de la vida es un proceso incremental y frágil. Se han añadido décadas a la esperanza de vida media, se han convertido enfermedades antes fatales en condiciones manejables y se ha mejorado la calidad de vida en edades avanzadas. Es un logro considerable, pero no la inmortalidad.
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