Deporte
El sentimiento como equipaje eterno
La ilusión, la euforia y la nostalgia, todo cabe en un trayecto inolvidable
Conviene aclarar con urgencia que esto no pretende ser una crónica deportiva. Sólo un reconocimiento a una entregada afición. El fútbol refuerza su poder de convocatoria en la última final de la Copa Rey, y lo centra a la vez que lo ensancha y en caso de duda puede ser comodín de cualquier conversación hasta para los más ajenos al balompié.
Sobre el partido está todo escrito. Lo que no está es lo que les pasa por la cabeza a los aficionados. Viéndoles las caras, divertidas, ilusionadas, nerviosas, emocionadas, tristes y extraviadas en menos de 24 horas.
El sentimiento, la ilusión, la euforia, la nostalgia, todo cabe en el equipaje de un trayecto inolvidable. Viajan a Sevilla a bordo del Ave mientras esquivan con naturalidad y pericia emocional los nervios iniciales que dan la espalda a la mala suerte. Los vagones se convierten en platós televisivos donde la audiencia palpita y permanece arraigada la creencia en la victoria. La puesta en escena alboroza y divierte durante casi cuatro horas.
Los aficionados viajan enchufados a la batería de la ilusión. Siempre tienen a mano una máxima para salir airosos, saber ganar y perder, en el terreno mutante de la realidad deportiva mientras interpretan la victoria o la derrota como un espaldarazo al destino. Porque no basta con participar, a veces (no) toca ganar.
Usos, costumbres, ritos y normas compartidas nos someten inevitablemente a la emoción deportiva que da sentido al viaje. La afición comenta, atruena, bulle, dramatiza y personifica su sentimiento. El deseado «reality» deportivo es continuo. El presente progresa, mientras la nostalgia de la última final remonta en plena tertulia, entre nieto y abuelo, donde la fidelidad es el único elemento que no abre una brecha generacional. El ideario viajero, hoy por hoy, es un compendio de supersticiones sazonadas con un hondo sentimiento.
El viaje de vuelta representa el epílogo supremo mientras adquieren el avatar de aficionados históricos. Una fidelidad al equipo que no contradice la adhesión específica a su jugador favorito.
Ante la inestable estabilidad del resultado final fruto de la lotería amarga de los penaltis las alegrías y las decepciones deportivas buscan cobijo en la fidelidad, mientras el himno ejerce más que magnetismo entre los viajeros.
Se reanuda la dialéctica de las viejas competencias, donde la lírica y la épica deportiva se dan la mano. No hay pasado, ni presente, solo se piensa en el futuro. El viaje de vuelta detalla minuciosamente, la holgura de silencios, en un trayecto de corto recorrido entre la victoria y la derrota y la cercanía emocional como camino de supervivencia.
El día se convierte en horas, luego en minutos, después en emoción compartida donde surge el retrato del «share» de la felicidad y la tristeza. Cunde el entusiasmo, se sienten obligados a devolver a su equipo una parte de lo que este les ha dado. El himno en el interior del tren es la estilización de los sentimientos.
Las pulsaciones, más que motivadas, no permiten la presencia del cansancio comprensible durante el viaje de regreso al llegar de madrugada a la estación València Joaquín Sorolla. De pronto, en el interior del Ave, surge el arreón final que se traduce en la última performance, a pie de andén, donde comienzan a esgrimir el último grito de gratitudlegitimada. Los corrillos se convierten en la antesala de las despedidas…hasta siempre. Próxima estación: Prohibido abstenerse… ¡Amunt Valencia, Amunt, oé, oé, oé...! bajo la sombra de otra vez será. El sentimiento como equipaje eterno.
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