Gastronomía

Cabalgata dulce, otra vez será

El Roscón de Reyes se alza cada año en el último tramo de las fiestas, jaleado, reconocido, aplaudido y deseado

Acostumbrado a conquistar escaparates durante la última semana navideña muestra su cara más natural
Acostumbrado a conquistar escaparates durante la última semana navideña muestra su cara más naturalLa RazónJorge Soto

El fin de la Navidad vuelve a ser el escenario dulce donde la historia y la tradición cobran sentido. El Roscón de Reyes y su masa aromatizada con agua de azahar, decorada con gemas y esmeraldas frutales escarchadas, convocan golosamente a miles de admiradores.

Nuestro protagonista no descansa en el último tramo de las fiestas. La cabalgata en su búsqueda se establece entre los establecimientos más reseñados, jaleados, reconocidos, aplaudidos y deseados.

La última hora está gobernada por el azar. En cuanto vemos la fila de clientes cercanos a la confitería nos situamos. Se escrutan las posibilidades. Reconozco mi desdén por las colas. Pero por algo se generan cotidianamente a las puertas del horno de cabecera. Parece inevitable por más que nos parezca un recordatorio a las fachadas de los cines de los años ochenta. La historia de la cabalgata por distintos hornos, pastelerías y confiterías en las que se recrea la búsqueda del roscón tiene comparación con alguna con esas muescas del pasado.

La cabalgata no solo es auténtica y genuina sino hereditaria, aunque rechazo cualquier responsabilidad este año. Advirtamos que, de haberle puesto un poco más de voluntad inicial, el roscón ya estaría en casa. El clamoroso olvido y la falta de insistencia, no necesariamente por este orden, para reservar al rey de reyes podía haber evitado la cabalgata de «sucre».

Nos acomodamos entre medio centenar de clientes. La demoscopia conversacional en plena calle es favorable. «Aquí hacen el mejor roscón de reyes». «Llevo más de 25 años comprando en este sitio». Se oye entre el grupo anterior. Nuestro error consiste en no estar pendientes de lo que vendrá y no ser capaces de asentarnos en el aquí y ahora de la cola.

Puestos a subrayar certezas, hay una que aparece inconmovible como la espera de nuestro desconocido compañero de cola. Siempre aparecerá alguno a última hora que nos comenta. «Créanme, sé de lo que hablo». No se apea del entorno. Maneja bien los tiempos, intuye las estrategias, conoce su objetivo y evita con habilidad la conversación por territorios inhóspitos. Tiene claro quién puede ser su enemigo y quién puede ser su aliado en la cola.

Todos juran o prometen haber probado el mejor roscón. Y la conversación resulta un asunto de gran concordia. Pero nadie se aclara dónde, ni descubre otros establecimientos. Evitan el espionaje goloso. Será posible.

Disfrutamos de una cola estable, un presente tranquilo y un horizonte satisfactorio siempre y cuando la liturgia de la cabalgata no se vea alterada por circunstancias logísticas. El goteo hacia la cita del mostrador avanza con lentitud. En un escenario de normalidad golosa nadie podría reprocharles a algunos de los protagonistas abandonar la cola.

Que dicen que se han agotado, se oye. «Solo los que tienen reservado el roscón», gritan desde el interior del mostrador. Mantenemos la mirada clara, el gesto decidido y cierta sombra de pesadumbre causada por las cicatrices y dudas que nos deja la enésima cola a la puerta de otro horno.

De pronto llamamos a otra pastelería reconocida, dígame, «oiga tienen todavía roscones». A mandar, para eso estamos, parece una frase interminable. Prohibido ser optimistas. El nuevo confinamiento en la acera, más de una hora, para esperar ser recibidos nos estaba volviendo locos.

El miedo escénico aparece. Colas con ánimo conciliador y silencio cómplice en el último establecimiento de cabecera en busca del roscón deseado. Solo Dios sabe el terror que invade cuando quedan pocos números. Miseria y Gloria. Quizá no podía ser de otro modo. Hay precedentes. Hubo, sin embargo, algo muy hermoso, nuestro ya amigo de cola nos abrazó deseándonos suerte, y solo entonces entendí lo ocurrido.

El paladar no está enseñado para dudar, sino para creer. Tumultuosos cataclismos hubo que superar hasta dar con la acertada respuesta a través de la travesía que desemboca en el supermercado más cercano al domicilio. La solución ya está en marcha, aunque condenada a la irrelevancia. No siempre un ser goloso puede comer el roscón de reyes que desea.

Por más convulsiones que se produzcan en la fachada de la última pastelería siempre queda el último recurso, algunos factores juegan decididamente a su favor mientras la nata, crema, trufa se presentan como los activos más o menos valorados que resitúan las fronteras de los gustos. El sentido profundo de ese juicio goloso, en primera instancia, nos pasa desapercibido. Conclusión más o menos hipotética: entre las innumerables virtudes que adornan al roscón de reyes del supermercado no se encuentra la extrema calidad, pero cubre las expectativas.

Miramos al pasado con los exclusivos ojos del presente. El Roscón de Reyes despide la Navidad por todo lo alto. Parafraseando una canción «Con relleno o sin relleno, como siempre lo que quiero… y mi roscón es el Rey». Cabalgata de Sucre, otra vez será.