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1917: Una Revolución de idealistas, ambiciosos y narcisistas

Victor Sebestyen publica una semblanza de la revolución rusa y describe cómo sus líderes aprovecharon el resentimiento social para alcanzar el poder y vender una utopía que condujo al desencanto
Lenin, uno de los padres de la revolución rusa
Lenin, uno de los padres de la revolución rusaLa Razón

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Durante el año 2017 se sucedieron los trabajos destinados a conmemorar la Revolución rusa de hace ya más de un siglo, que tan profundamente marcaría el destino inminente del gigantesco país e incluso el de parte del continente. Por una parte tuvimos a Catherine Merridale, que con “El tren de Lenin. Los orígenes de la revolución rusa” (editorial Crítica), seguía los pasos del líder bolchevique exiliado en Suiza cuando la reacción revolucionaria se hizo efectiva y pudo regresar en un viaje en tren, ya convertido en legendario, que estaría rodeado de peligros e intrigas políticas. Así, “antes de finalizar el año, pasaría a ser el amo y señor de un nuevo estado revolucionario” haciendo de un conjunto de pensamientos escritos cuarenta años atrás por Karl Marx toda “ideología de gobierno. Creó un sistema soviético que llevaría las riendas de un país en nombre de la clase trabajadora, estableciendo la redistribución de la riqueza y promoviendo diversas transformaciones igualmente radicales tanto en el campo de la cultura como en el de las relaciones sociales”. Estos cambios irían más allá de sus fronteras ya que, convertidos en un ideario político con el nombre de leninismo, se convertirían en una guía política para los partidos revolucionarios del mundo, desde China a Vietnam, desde el Caribe hasta el subcontinente indio.
En aquel año, Europa estaba librando la guerra mientras la Rusia de los zares agonizaba; todo estalla en febrero, con grandes movilizaciones en la capital, Petrogrado; el zar abdica, el país se transforma en una república, los exiliados se apresuran a volver y el júbilo se apodera de las clases populares. 
La nobleza que controlaba el país no sólo tiene los días contados, sino que pone en peligro su vida permaneciendo allí, como pudo leerse en «El ocaso de la aristocracia rusa» (editorial Tusquets), de Douglas Smith, en el que se historiaba lo vivido por dos familias aristócratas que acababan en el ostracismo y la ruina. De este modo, el libro revelaba cómo la Rusia feudal repleta de campesinos en situaciones de esclavitud bajo las órdenes y la explotación de los ricos atravesaba las revoluciones de 1905 y 1917 y el llamado Terror Rojo de 1918 en contra de los «enemigos del pueblo». La solución estaba clara: acabar con todos aquellos que hubieran aplastado al proletariado, lo que terminaría de raíz con una sociedad fuertemente jerarquizada y en la que, de repente, los huidos y desposeídos de todo lo que tenían eran los ricos. Los que antes habían sido los siervos se habían vengado.

Siervos vengativos

A eso remitía otro libro, de Julián Casanova, “La venganza de los siervos. Rusia 1917” (editorial Crítica), que se abría con un epígrafe del príncipe Lvov, jefe del Gobierno Provisional, en junio de 1917, en el que les decía esto a sus ministros: «Es la venganza de los siervos [...] el resultado de nuestro –y ahora hablo como un terrateniente– pecado original [...] el comportamiento tosco y brutal durante siglos de servidumbre». Unas palabras que sonaban a gran arrepentimiento, a tener la consciencia de haber abusado de la población y de no haber tenido la astucia de manejarse al respecto como en otros países avanzados: «Si Rusia hubiera sido bendecida con una verdadera aristocracia terrateniente, como la de Inglaterra, que tuvo la decencia humana de tratar a los campesinos como personas en vez de como perros... entonces quizás las cosas podrían haber sido diferentes». Pero no lo fueron, como un alud de publicaciones ha venido demostrando, a la busca de entender cómo se cimentó y desarrolló ese periodo crítico de una nación tan poderosa.
Casanova propuso “captar y sintetizar, en apenas doscientas páginas, las decenas de miles, imprescindibles, que se han escrito por diferentes especialistas. Es lo que intenta este libro, que incorpora y combina mis investigaciones y enseñanzas, mis deudas intelectuales con reconocidos historiadores”. Y algo parecido tenemos con el trabajo de Victor Sebestyen «La Revolución rusa» (traducción de Joan Eloi Roca), que se puede calificar de estudio perfecto para conocer, de manera sumamente clara y amena, todo lo concerniente a esta realidad histórica rusa, con un aliciente clave: la grandísima cantidad de material con el que el libro va ilustrado, por medio de un sinfín de fotografías y mapas que dotan al conjunto de un gran atractivo visual que va en beneficio de entender los acontecimientos que se abordan.
«La Revolución rusa» se abre con un epígrafe realmente asombroso: «Habrá una revolución en Rusia, empezará con una libertad ilimitada y concluirá con un ilimitado despotismo». Son palabras de Fiódor Dostoievski, de su novela «Los demonios», de 1872. Una frase tan vaticinadora como lapidaria que, en efecto, se hizo tangible con unos acontecimientos que surgieron de una serie de gentes idealistas en grado sumo. «Los hombres y mujeres que hicieron la Revolución rusa querían cambiar el mundo, y lo consiguieron. La escala épica de su ambición es lo más importante que hay que recordar sobre los acontecimientos y los individuos del drama de 1917», apunta Sebestyen, que, por cierto, tuvo que abandonar su Hungría natal junto a su familia como refugiados y acabó trabajando como corresponsal en Europa del Este, empleo que le llevó a cubrir la caída del Muro de Berlín, en 1989, y la desaparición de la Unión Soviética.

La fe «religiosa» comunista

El autor, así, explica cómo, desde buen principio, el objetivo era derrocar a un zar y destruir una dinastía autocrática que había gobernado Rusia durante tres siglos. Pero esa ambición desmedida, cargada por el narcisismo de una serie de líderes que ansiaban poder para imponer su ideología a todo un pueblo, condujo las cosas mucho más lejos. «El objetivo del comunismo, la fe abrazada por los bolcheviques que se alzaron con la victoria en el meollo de la Revolución, era perfeccionar la humanidad y poner fin a la explotación de un grupo de personas —una clase— por otra. No solo querían construir un nuevo sistema económico y social más igualitario, sino que perseguían el objetivo de alcanzar una forma diferente de ver el mundo y la historia». Se tomó, de esta manera, a un teórico como Karl Marx, cuya ideología se tornó la biblia política para Vladímir Lenin, hasta alcanzar un cóctel explosivo: por un lado, el hecho de afirmar ambos que dicha ideología era «científica»; por el otro, que había que tener «fe» en todo el proyecto; de ahí que Sebestyen sostenga que «el atractivo del comunismo era religioso, espiritual, y el Partido era la Iglesia».
Para comprobar tal cosa, el investigador va mostrando intervenciones de diferentes líderes que proyectaban un futuro idílico, con mucha retórica, para hacer atrayente su discurso y ganarse a las masas. Se trataba de auparse cual mesías dispuesto a salvar al pueblo, ya fuera un Lenin o un Trotski, narcisistas extremos que anhelaron abanderar un cambio de paradigma social y político lleno de ilusiones que sólo podían acabar en la debacle. En este sentido, Sebestyen se centra en comprender tal raíz idealizadora a lo largo del periodo 1917-1921, «cuando los bolcheviques se enfrentaron a la hambruna y al desastre tras vencer en la guerra civil rusa, y revirtieron muchas de sus medidas radicales extremas hacia un nuevo rumbo reformista».
De este modo, el autor explica los métodos bolcheviques, expertos en coaccionar, intimidar o sobornar al pueblo ruso para sus intereses propios. También analiza cómo la Revolución acabó teniendo un impacto más profundo en el mundo que cualquier otro evento del siglo XX, al considerar que, ciertamente, mucho de lo ocurrido en la pasada centuria, desde el punto de vista histórico, «ha sido una reacción al “espectro del comunismo” encarnado por la Revolución de Petrogrado de 1917. El fascismo, el ascenso de Hitler, el estalinismo extremo, la Segunda Guerra Mundial, la Guerra Fría, las políticas estadounidenses de “contención” para hacer frente al estatus de superpotencia de los soviéticos, el surgimiento de una nueva reencarnación del nacionalismo ruso bajo Vladímir Putin». Todo ello ha provenido de la Revolución bolchevique, y para asimilar tal cosa, fíjense en este dato: a mediados de la década de 1970, señala Sebestyen, casi un tercio del planeta estaba administrado por regímenes comunistas; hoy, como reflejo del «experimento» soviético, tenemos a China. «Puede que los sucesores de Mao Zedong hayan abandonado todo sentido de lo que la mayoría de la gente considera políticas socialistas, pero Lenin reconocería como familiar el rígido control unipartidista de China bajo su Partido Comunista», escribe el autor, que echando la vista atrás cien años, nos explica cómo opera el mundo hoy.

Siete millones de muertos

En 1987, es decir, aún con el sistema soviético vivito y coleando aunque ya en su crepúsculo, vio la luz el libro «Blancos contra rojos. La Guerra Civil rusa». En él, Evan Mawdsley profundizó en el complejísimo entramado bélico que asoló al gigante ruso durante los años 1917-1920. Era tal su complejidad que, como dijo el autor, los historiadores no se ponen de acuerdo a la hora de fechar el inicio de la guerra (la mayoría, en el verano de 1918, relacionándola con un levantamiento de las tropas checoslovacas en mayo). Sin embargo, Mawdsley la situó en la Revolución de Octubre de 1917: la guerra, que duraría tres años, costaría más de siete millones de vidas. Al final ocuparon el poder ciudadanos de a pie que habían sido coordinados por los bolcheviques, aunque actuando en nombre de los sóviets, esto es, los consejos de obreros y soldados. Los revolucionarios no tardarían en asentar su dominio en gran parte del territorio, a lo que siguieron las elecciones a la Asamblea Constituyente de toda Rusia, que tuvo un ganador, el partido socialista de los campesinos, pero provocó un país escindido.

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