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200 años de fotografía: de la imagen de culto al smartphone

La foto llegó para acceder al mundo y a la realidad, pero dos siglos después y con la popularización de los móviles, vivimos en medio de una polución de imágenes

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Tras una vida entera dedicada a estudiar los métodos la fijación de imágenes, Joseph Nicéphore Niépce (1765-1833) culminó sus investigaciones en 1824 cuando, a través de la técnica de la heliografía, capturó la primera fotografía conocida: la célebre «Vista desde la ventana en Le Gras». Para la obtención de esta mítica imagen, Niépce utilizó una cámara oscura y una placa de peltre recubierta en betún. Acostumbrados –como estamos hoy– a obtener una fotografía presionando con la yema del dedo en una pantalla táctil, aquel hito de la historia de la cultura visual contaba con un severo inconveniente: la necesidad de más de ocho horas de exposición, a plena luz del día, para conseguir cada imagen. Esta contrariedad técnica comenzaría a resolverse cuando, tras el fallecimiento de Niépce, su socio, Louis Daguerre (1787-1851), continuó las investigaciones de este hasta que, en 1839, lanzó el «daguerrotipo» –una técnica que reducía notablemente el tiempo de exposición y que, por tanto, facilitaba el retrato de personas–. En esta evolución hacia la «instantaneidad», merece recordarse dos hitos que marcaron el devenir posterior de la fotografía: en primer lugar, la invención del «colodión húmedo», que reemplazó a las demás técnicas y que facilitó la obtención de instantáneas fotográficas; y, en segundo, la fabricación, en 1888, por parte de Kodak, de carretes de película enrollables.

La aparición de la fotografía –más allá del relato de su evolución técnica– trajo consigo dos debates que, aunque parezca mentira, todavía hay quienes pretenden mantenerlos vivos absurdamente: de un lado, el de la consideración o no de la fotografía como un lenguaje artístico; y, de otro, el de su repercusión en un medio como la pintura. Al respecto de la primera cuestión, hay que decir que la valoración de la fotografía como algo más que un simple medio de documentación de la realidad adquirió especial pujanza en la década de 1890, cuando las imágenes comenzaron a ser manipuladas y se inventaron nuevas técnicas que desbordaban la pura reproducción del mundo exterior. Especial interés poseen los experimentos de autores como Eadweard Muybridge o Etienne Louis Marey, cuyas descomposiciones del movimiento de los cuerpos vivos -ya fueran humanos o animales- conformaron lo que hoy se conoce como la «protohistoria del cine».

En cuanto al segundo punto de discusión, es conocida la sentencia que muchos realizaron tras el nacimiento de la fotografía: «La pintura ha muerto». ¿Cuándo dispones de un medio técnico para reproducir fielmente lo visible de qué sirve una técnica como la pictórica que, desde el Renacimiento, se concebía como «una ventana a la realidad?» Curiosamente, este mismo planteamiento fue empleado más de un siglo después cuando artistas como Tàpies proclamaron la inutilidad del arte realista. Sin embargo, pintores contemporáneos mayúsculos como Gerhard Richter o Luc Tuymans superaron esta «guerra» entre la pintura figurativa y la fotografía al trabajar siempre a partir del documento fotográfico, y no de la propia realidad. En su opinión, la pintura ya no tiene nuevas imágenes que inventar, de manera que está condenada a repetir lo que la fotografía ha capturado. Entonces, ¿por qué seguir pintando? ¿Qué sentido tiene seguir apostando por la pintura cuando ya es incapaz de crear una imagen original? Su respuesta es la clave de la complementariedad de la pintura figurativa y la fotografía: la fotografía detiene el tiempo, y la pintura lo crea.

A través de un «click», el fotógrafo congela un instante de la realidad, mientras que el pintor, a través de la pincelada, «arrastra» el tiempo, lo prolonga, deja sobre el cuadro una «huella de duración». La pintura, por tanto, tiene como objetivo sacar aquello que de reprimido tiene la fotografía: el tiempo.

En la línea de lo ahora expuesto, cabe señalar la gran revolución que supuso la fotografía para la historia de la cultura: «Salvar la realidad». De hecho, en el caso de la fotografía analógica, aquello que observamos es una «huella real del mundo» –esto es: la luz incidiendo en un material fotosensible y dejando, para siempre, un rastro directo de su presencia–. En un daguerrotipo, por ejemplo, esta idea de que lo que mostraba era una huella de la realidad salvada a través de la imagen adquiría una dimensión especial por su forma de ser conservado y valorado. El daguerrotipo se conservaba en un artefacto en forma de libro. Cuando se abría, la mitad de él quedaba para mostrar la fotografía y la otra mitad para colocar pelo, tejido u otros objetos relacionados con el retratado. La conciencia de retener una parte de la presencia de esa persona animaba a completar la imagen con elementos de ese individuo, o que habían pertenecido a él. Cada imagen era como una reliquia, un objeto de culto que, además, implicaba más sentidos que el de la vista -el del tacto, el del olfato. Lo paradójico de este hecho de «salvar la vida» de una persona es que la manera en que lo hace la fotografía –sea cual fuere la técnica que se utilice– es dando muerte a un instante de esta. En efecto, sostenía Roland Barthes en su clásico e imprescindible ensayo «La cámara lúcida» que la esencia de la fotografía es sustraer un instante de vida del flujo del tiempo para detenerlo. Y, en el momento en que se lo detiene, se le da muerte. La fotografía es, en consecuencia, ese medio en el que la vida es salvada a través de la muerte. Tanto su relación con la realidad como la forma de ser expuesta se basa en esta dialéctica entre la vida y la muerte.

La desmaterialización digital

La fotografía analógica proporcionaba no solo una imagen, sino un artefacto. Cualquier fotografía que, en un portarretratos, ocupa un lugar en nuestras casas o en la de nuestros padres o abuelos, es algo más que una imagen: se trata de un objeto con el que se establecen conexiones físicas y –lo que es tanto más importante– que genera una pausa para mirar. Pero ¿qué es lo que ha sucedido con la llegada de la fotografía digital? En primer lugar, cualquier individuo se ha convertido en un fotógrafo. Nuestros smartphones son cámaras fotográficas más potentes y ligeras de lo que jamás hubiéramos pensado hace años. Los sacamos del bolsillo, los sostenemos con una sola mano y, con la tranquilidad de poder disparar cuantas veces se quiera, podemos realizar decenas de fotografías en un minuto. Ya no existe la agonía de las cámaras analógicas de disponer de un carrete limitado que obligaba a sentirse responsable de cada «click». El acto de hacer una fotografía se ha devaluado. Dos cientos años después de su nacimiento, la fotografía ya no salva la realidad, sino que contribuye a su polución visual. Es más, la ubicuidad de lo fotográfico ha llevado a que –más allá de la pérdida del aura de la que hablaba Walter Benjamin– ya no seamos capaces de ver nada. La inflación de imágenes ha tornado en imposible descubrir algo en la realidad que ya no hayamos visto en imágenes. Si, en sus inicios, la fotografía «reencantó» el mundo, dos siglos después –con el tsunami digital–, las imágenes han vaciado de magia la realidad. Todo es un «déjà vu».

En cuanto la fotografía se digitalizó y perdió su materialidad, las imágenes fueron desprovistas de su capacidad para reclamar nuestra atención. Ya no son objetos de culto, sino «clicks» entre más «clicks» en el álbum de fotos del celular. Las fotografías ya no tienen cuerpo, carne, que es como decir que han perdido su alma. Han abandonado su estatus de reliquias para convertirse en futilidades de una sociedad que produce por producir, y que ya ha dejado de ver porque tiene las pupilas llenas de imágenes. La fotografía nació para revelarnos el mundo y, dos cientos años después, nos ha conducido a la ceguera.