Steven Tyler, el hombre que esnifó 20 millones de dólares
El cantante de Aerosmith narra en su autobiografía la sublimación de sus adicciones
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Acerca de su producción musical, se puede debatir. Aerosmith son una de las bandas de rock de estadio más exitosa de todos los tiempos y publicaron trabajos estupendos al comienzo de su carrera, aunque después se hicieron mundialmente conocidos por varios baladones azucarados. Sin embargo, la biografía de su líder, Steven Tyler, es representativa de un tiempo en la historia de la música que se define igual que la propia vida del cantante: se toma más en serio el dinero y las drogas que la música. «Me esnifé veinte millones. Me esnifé mi Porsche, me esnifé mi avioneta en esa barahúnda de drogas y priva, y me extravié». Esta confesión de Tyler, que resume una década como una Polaroid, es representativa de los excesos de la industria. La fórmula de Aerosmith (rock de estadios inofensivo, fama, dinero y autodestrucción) encarna los males del exceso y la ostentación como fines en sí mismos, un tipo de conductas que condenaron al rock y a la industria a años de descrédito. Pero Tyler dio buena cuenta de los días de vino y rosas... o, más bien, de Jack Daniel’s y cocaína.
Steven Tyler (1948), de apellido real Tallarico, ya consumía tranquilizantes o anfetaminas cuando no tenía edad legal para beber. Era un chico de ascendencia italiana, de vivienda protegida y con déficit de atención. Soñaba con ser Mick Jagger (durante algún tiempo fanfarroneó diciendo que era su hermano por el parecido en sus enormes bocas) más por la fama y las chicas que por hacer canciones. Hiperactivo y exhibicionista, planeó la construcción de su propio personaje: ser una estrella del rock. «Esto era exactamente lo que siempre quisimos ser: famosos y aclamados», escribe en su autobiografía «¿Acaso molesta el ruido que retumba en mi sesera?» (Malpaso). Lo consiguieron a mediados de la década de los setenta, cuando en las élites económicas la moda era la cocaína. «Los médicos decían que no era adictiva, sólo un mero ‘‘hábito”», cuenta el músico, un especialista en autojustificarse, a veces de manera infantil, otras con simpática ironía. Tyler escribe su autobiografía como si en lugar de casi setenta años tuviera quince. Mayúsculas, guiones, exclamaciones, juegos de palabras, paréntesis, fantasías, digresiones, onomatopeyas y saltos temporales dibujan su psique como la de un sexagenario en la edad del pavo. No lo decimos los demás, él también lo reconoce: «Sufro de adolescencia terminal».
Pero la protagonista de su vida es la cocaína, «que pasó de ser la reina de la fiesta a una materia que producía miedo y asco, y una fuente de comportamientos dudosos». Sin embargo, esa frase no hace justicia a las dimensiones de lo que vendrá después. Toda la vida de Tyler durante los siguientes 15 años están detrás del polvo blanco, que consume con un apetito monstruoso. Coca antes, después y durante los conciertos, en los aviones, en los trenes a la vista de todos, en las entrevistas. «En aquella época esnifábamos delante de la gente porque todavía no se sabía qué era». Coca también con la Policía, que les invita con lo que han incautado a unos chavales. Un gramo es la tarifa para poder entrar a saludar al camerino. «Los promotores dejaban una bandeja de embutidos y una montaña blanca. La cocaína que consumíamos venía incluida en el presupuesto de grabación, lo mismo que las bobinas de cinta de veinticuatro pistas. Aunque estuvieses grabando en un yate o en una isla, las drogas te llegaban por hidroavión». «Surgió la idea de que nos construyesen una cabina en el escenario para poder meternos ahí a esnifar durante el concierto. Al principio lo hacía con un vaso de papel y una pajita, pero lo de taparme la cabeza con una toalla empezaba a ser obvio». Para pasar la droga en un aeropuerto tenían un sistema infalible: «Transportábamos la cocaína en un sobre y escribíamos fuera con letras de colores: “Aerosmith, sois la leche. Una pequeña muestra de mi afecto: firmado Dwayne’’. Y lo escondíamos en la batería, como si fuese el regalo de un fan. Y siempre funcionaba».
Más farmacopea
«Una vez creo que me metí por la nariz medio Perú», declara sobre una década desenfrenada durante la que completa su toxicomanía con abundantísima farmacopea: ingiere cuatro Tuinales (barbitúricos) diarios, y también mezedrina. «Lo único que nos ayudaba a salir adelante era la cocaína. Eramos zombis y podíamos dar tres conciertos a la semana porque íbamos ciegos. Entraban los guardas de seguridad a despertarnos a la habitación, pero como habíamos estado varios días sin dormir no reaccionábamos. Nos cargaban a la espalda y nos metían en la limusina. Aunque no quisieras colocarte, aunque se te estuviese cayendo la nariz a cachos sangrientos de tanto esnifar, seguías. Algunas noches estaba tan enajenado que nuestro road manager, Joe Baptista, tenía que cargarme hasta el escenario».
Durante sus años de gloria, llegaron a actuar ante medio millón de personas. «Vendíamos entradas como locos, aunque nuestros contables nos la jugaron. Debimos ingresar 140 millones de dólares, pero, al final, los miembros del grupo recibimos no más de tres mil. Ojalá se retuerzan en sus tumbas». El consumo indiscriminado de drogas empieza a provocar las típicas tensiones entre yonquis por muy rockeros y millonarios que éstos sean. Llegan las furias farmacéuticas, las iras y los estrépitos. El grupo está a punto de desintegrarse varias veces. Pero lo peor es el autocastigo que se infligen. «Llegó un momento en que estábamos tan fritos que podíamos oír los crujidos de nuestras sinapsis al irnos a dormir. La maquinaria seguía triturándonos y yo seguía como el capitán Ahab a lomos del caballo blanco», comenta con ironía. Tyler es un drogota majete y a pesar de su simpleza e inmadurez, es inevitable sentir simpatía por él. Tampoco es un hombre dado a la autocrítica, aunque al fin y al cabo, ¿quién le va a pedir a la estrella que crezca? «En el rock no se necesita madurar: lo hacen todo por ti. Estás rodeado de asistentes, empleados, mánagers y relaciones públicas ¿Cómo se alquila un coche, se compra un billete de avión, se reserva una habitación de hotel? Oh, ¿hay que llamar antes?».
Diez años más de autodestrucción
En 1978, con apenas cuatro discos, el grupo está consumido. «La aerosmitología se construyó sobre el glamour de la autodestrucción. Y en este grupo tuvimos aún diez años más de excesos miserables, abuso de drogas y autodestrucción infernal. En aquellos tiempos las drogas formaban parte de la vida del rocanrol. Nadie conocía las desventajas de años de consumo, ni nos importaban». Hasta que empiezan a verlas. Uno de los «roadies» de la banda muere de cirrosis, otro se ahorca. Tyler se desmaya varias veces. «Estuve colocado años enteros, sin hacer mucho, simplemente poniéndome ciego, colgadísimo. Si se acababa la base de coca, fumaba cualquier cosa: arena para gatos, requesón. Me llamaban Spider porque me arrastraba por el suelo buscando un pedacito de algo que pensaba que se me había caído pero que seguramente ya me había fumado. Las cosas empezaron a volverse en mi contra: buscaba cosas y personas que no estaban allí. Buscas bajo la cama, espías por debajo de la puerta. Estaba convencido de ser vigilado. Una vez, tras dos días en vela, Richie me encontró con una fregona y un cubo. Iba a lavar el coche, pero no había bajado de la planta 15 de mi edificio de apartamentos. No sabía dónde me encontraba ni me importaba. Ni siquiera lograba caminar recto por el tembleque que sufría». Y después llegó la heroína. «Y no me importó vivir o morir. Estaba ya medio muerto de todos modos».
Después de seis intentos de rehabilitación, Tyler lleva limpio desde mediados de los ochenta y de hecho a finales de esa década Aerosmith logró un éxito arrollador. Eso sí, con un par de divorcios a cuestas y varios problemas de salud. «Mis fosas nasales habían mutado, se habían convertido en una forma de vida alienígena», explica cuando una noche sangra a chorro. Y en una anécdota que resume bien la vida del músico, éste niega que sea por la cocaína y lo achaca al humo del escenario. Como dice el propio Tyler, «nunca os fieis de un músico. Hay que saber leerlos entre líneas».