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Sabino Arana investigó “126 apellidos vascos” de su mujer: la xenofobia con la que sí pactará Sánchez

Para conseguir salir airoso de la investidura, Sánchez tiene que pactar con el PNV y lograr la abstención de Bildu. Una de las exigencias de los peneuvistas es ahondar en la memoria histórica, pero la de los demás.
larazonFoto de archivo

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Aunque no quieran recordarlo especialmente, tampoco el PNV hace nada para borrarlo. Sabino Arana, el fundador del nacionalismo vasco y creador de los símbolos que hoy identifican esa tierra –la ikurriña, el himno, el escudo, el nombre de Euskadi–, no fue un gran escritor, ni un pensador político.
Tampoco aportó nada a la teoría nacionalista. La mayor parte de sus apreciaciones históricas no sirven a la historiografía actual. Sabino Arana ha quedado como una imagen fija, una estatua, porque sus obras y artículos permanecen prácticamente ocultos, no hay casi estudios recientes sobre su pensamiento, y sus frases no son citadas por sus herederos políticos.
Sin embargo, su lenguaje e ideas siguen marcando al nacionalismo vasco, a pesar de que fueron un grito contra la modernidad, una reacción a la industria y a la mundialización, y el resultado de un profundo rencor. Lo único que aportó Arana fue una renovación de las reivindicaciones de la oligarquía local, decaído el carlismo, a través de una demanda agresiva, victimista, racial y emocional para recuperar la hegemonía. Así surgió el nacionalismo vasco.
Sabino había nacido en Abando (Vizcaya), en 1865, a finales del reinado de Isabel II, cuando aun el carlismo plantaba batalla. Su padre era un burgués católico, que traficó con armas en la guerra de 1872 a 1876. La derrota militar a manos de los liberales le supuso un quebranto y un rencor. Estudió en Barcelona durante cinco años algunos cursos de Derecho y Filosofía y Letras, pero no terminó. Prefirió dedicarse al estudio de la lengua e historia vascas.
Arana comenzó reconstruyendo la «memoria vasca»; es decir, recreando un pasado mítico para una comunidad imaginada sobre la que sustentar su discurso independentista. A esto unió una fuerte carga religiosa –heredada del carlismo– y el biologismo político, siguiendo al francés Gobineau y al inglés Chamberlain, consistente en dividir el mundo en razas, y afirmar que la mezcla racial llevaba a la decadencia. Era preciso, en consecuencia, fundar la idealizada Bizkaya, luego Euskadi –neologismo inventado por él–, sobre la pureza de raza para llegar al paraíso: la independencia de una sociedad armoniosa en su homogeneidad. Todo está en su libro-manifiesto «Bizkaya por su independencia» (1892), cuyas ideas-fuerza fue repitiendo en discursos y artículos: los fueros como «leyes viejas» que consagran la idea de un régimen propio, la pureza de sangre contra los inmigrantes «maketos», el euskera como muestra de una cultura diferente y ancestral –las raíces estaban en Babilonia y en Túbal, nieto de Noé–, y la religión católica, pero librada de la contaminación liberal, socialista, y atea de los españoles.
El nacionalismo de Arana era racial, xenófobo, biológico, convertido en una fe político religiosa («Dios y Ley vieja» era su lema) consagrado a la redención de la patria vasca mediante su independencia. Cuando creó el primer Euskeldun Batzokija, germen del PNV, estableció estatutariamente tres categorías de miembros dependiendo del número y calidad de sus apellidos.
Tan racial era Sabino que investigó a los antepasados de su novia, Nicolasa Achica-Allende, en los archivos parroquiales para comprobar la pureza de su sangre. «Son ya 126 los apellidos de mi futura esposa que tengo hallados», escribió. Eso sí: la obligó a estudiar tres meses con las carmelitas de Bilbao para que mejorara su cultura y que fuera «presentable» en sociedad.
Luis Arana, su hermano, fue aún más directo: cambió el apellido a su mujer aragonesa. A la muerte de Sabino, Nicolasa contrajo nuevas nupcias. Hay quien dice que con un guardia civil, y otros que con un marinero, pero que en ambos casos rompió la tradición de arrastrar la viudedad hasta el fin de sus días. Los Arana construyeron una organización al estilo jesuita. Sabino se inspiró en San Ignacio de Loyola para crear una organización muy disciplinada, pensada para la «evangelización» bizkaitarra y luego vasquista. A partir de ahí formaron centros socio-políticos, los batzokis, para articular el movimiento y exaltar los elementos culturales vascos.
Pero, además, la violencia era inseparable del independentismo, como ya lo había sido la defensa de los fueros por el carlismo. El adversario se convirtió en enemigo con las peores características humanas y animales para que pudiera ser discriminado, expulsado y eliminado si hacía falta. La redención sólo se conseguiría, decía, tomando el poder, momento en el que se volvería a las esencias patrias, desechando lo foráneo y lo extranjerizante, para moldear la sociedad marcada por la Providencia.
Anticastellanista
Un telegrama de felicitación al presidente Roosevelt por la concesión de la independencia a Cuba, y que le llevó a la cárcel, contrasta con su carta a Lord Salisbury, primer ministro inglés, por haber sofocado el brote independentista en Suráfrica, cuyo pueblo encontraría ventajas «bajo el suave yugo» de Gran Bretaña.
La creación de la Liga de Vascos Españolistas en 1902 no se debió a que se arrepintiera, sino porque Arana cambió de estrategia: la colaboración para ir consiguiendo paso a paso la independencia. Siguió siendo anticastellanista, como muestra el drama «Libe», estrenado ese año, en el que recrea la victoria vizcaína sobre los castellanos en Munguía (1470), una de las cuatro narradas en su «Bizcaya por su independencia» (1892).
A su muerte, en 1903, sus seguidores lo convirtieron en un mito, y sacralizaron su figura llamándolo «Jesús», «santo» o «mesías», al punto de que la bandera bicrucífera o ikurriña y la palabra «Euzkadi», inventadas por él, se han convertido en oficiales en el Estado de las Autonomías. El PNV, ya en la democracia del régimen del 78, siguió esa vía «colaboracionista» para marchar hacia la independencia, a pesar de que el lenguaje aranista ha sido depurado y ocultado. Los pilares de Arana siguen hoy intactos: la exclusión de los no-vascos, la territorialidad basada en la lengua y en la tradición, la soberanía originaria de un sujeto suprahistórico y mítico, y el «derecho de autodeterminación».
«¡Bendito el día en que conocí a mi patria!»
Una mañana de abril del año 1882, en el jardín de la casa de Albia, Luis convenció a su hermano Sabino, entonces fuerista y carlista, de que no era español, sino bizkaitarra, y que debía luchar por la independencia. Aquello fue la «revelación». Sabino escribió que las palabras de su hermano le sacaron de las «tinieblas extranjeristas»: «¡Bendito el día en que conocí a mi Patria!» 50 años después, en 1932, el PNV convirtió aquella conversación en el Aberri Eguna («Día de la Patria Vasca»), y lo hizo coincidir, no por casualidad, con el domingo de Pascua de Resurrección. La conmemoración de aquella charla es hoy la fiesta nacional vasca.

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