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Antisemitas, fanáticas y ambiciosas: las mujeres del Tercer Reich

El historiador James Wyllie describe cómo las esposas de Goering, Himmler, Goebbels y Heydrich compitieron por ser la «primera dama» del nazismo

Magda y Joseph Goebbels con sus hijos
Magda y Joseph Goebbels con sus hijoso.Ang.Bundesarchiv

Carin, Gerda, Ilse, Lina, Magda... Sus nombres no dicen nada. Para saber quiénes eran hay que detenerse a leer sus apellidos: Goering, Bormann, Hess Heydrich, Goebbels. Las mujeres del nazismo eran incluso más fanáticas que sus maridos y compitieron entre ellas no solo para demostrarlo sino para ostentar el dudoso título de «primera dama del Tercer Reich». Un privilegio que las lanzó a una carrera silenciosa donde existían requisitos y puntuaciones: como el origen familiar, la maternidad, el matrimonio y una intachable vocación doméstica. El historiador James Wyllie, que acaba de publicar en Inglaterra un estudio sobre ellas, «Nazi Wives», como informa el diario «The Daily Telegraph», saca a relucir la contradicción de los nazis: por un lado abogaban por ese prototipo de esposa tradicional que pervivía en la rancia sociedad prusiana. Esas mujeres que permanecían en casa, atendían a las tareas comunes del hogar, demostraban ser fieles y devotas amantes de su cónyuge y unas excelentes cuidadoras de su prole.

Por otro lado, tenían que asumir las coordenadas inevitables de su época, una variable contra la que no servía de nada luchar con discursos y donde todos los ejércitos de la Wehrmacht resultaban inútiles. Los nuevos medios de comunicación, como la radio; la irrupción del cinematógrafo, y el consumo masivo de diarios y revistas, difundieron en las ciudades una imagen nueva para la mujer del siglo XX (curiosamente, los líderes nazis aprovecharon las ventajas de cada uno de estos medios para airear su ideario y arrastrar a sus filas a un alto número de la población).

Este modelo contestaba a un arquetipo desafiante, casi revolucionario para los nuevos líderes de Alemania: trabajaban, vestían a la moda, se cortaban el pelo a lo «garçon», practicaban deporte, bailaban jazz y habían logrado sacudirse del yugo de algunas tabúes sexuales. Todas ellas comenzaban a deshacerse de los yugos que habían arrastrado durante siglos y, por primera vez, amenazaban con romper la rígida estructura social. Pero entonces aparecieron ellas, las esposas de los dirigentes nazis: fanáticas de la esvástica y violentas defensoras del Führer y de sus principios.

La primera que estuvo a punto de convertirse en imagen del nazismo, y de todas las demás, fue Carin Goering. Solo su muerte la apartó de alcanzar esa meta. Ella era una contradictoria combinación entre lo más moderno de su tiempo y la ideología más rancia y peligrosa de este totalitarismo. Su popularidad llegó a convertirla, tras su fallecimiento, en una mártir y su hermana, como relata James Wyllie, escribió una biografía sobre ella. Gerda Bormann, que a los 19 años se casó con su marido, uno de los principales colaboradores de Hitler y uno de los más peligrosos, respondía perfectamente a los requisitos demandados, salvo por un pequeño detalle: no era precisamente muy sociable. Quien sí parecía responder a cada una de la exigencias para coronarse como «la mujer del Reich» era Ilse Hess, una de esas damas con una gran autoestima, que se consideraba una intelectual de relieve y que se reveló como una de los cancerberos más eficaces para salvaguardar y mantener «la moral, la espiritualidad y la pureza» que predicaban los nazis. Pero despreciaba la alta sociedad de Berlín, que consideraba decadente y despreciable, un detalle que la apartó de esta peculiar competición.

En esta carrera también participaron Margaret Himmler y Lina Heydrich, pero quedaron eclipsadas por la antropófaga presencia de Magda Goebbels. Su dedicación, devoción y amor a Hitler y a su régimen (hay quien asegura que en realidad, ella estaba enamorada de él más que de su marido, un hombre de caminar tosco, de cara pálida, estatura alejada de los estándares arios y una sonrisa más mefistofélica que seductora) queda patente en los nombres que dio a sus siete hijos: todos comenzaban por «H», en honor a Hitler. Ella era la gran matrona, la mujer del ministro de propaganda, una enamorada de la locura que predicaba del totalitarismo y la extinción de los judíos. Se había divorciado de su primer esposo, pero lo que en otras candidatas parecía un falta reprochable, en ella parecía irrelevante. Arriesgaba la vida en cada uno de sus embarazos y logró su propósito cuando en 1933 leyó un discurso por la radio en el Día de la Madre, convirtiéndose en uno de los rostros más populares del nazismo (a pesar de Eva Braun y Leni Riefenstahl). Suponía su consagración. Su defenestración llegaría más tarde, cuando los rusos entraron en Berlín, ella envenenó a sus hijos y posteriormente se suicidó junto a su amante para que los soviéticos jamás atraparan vivos a ningún miembro de su familia.