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La última conquista de Casanova

La escena al completo del robo de un libro que protagonizó del embajador mexicano destinado en Argentina
La escena al completo del robo de un libro que protagonizó del embajador mexicano destinado en Argentinalarazon

Lo de robar libros es un vicio propio de juventudes lectoras. Un «aventurerismo» que solo se consiente en el caso de estudiantes sin un chavo, don juanes despilfarradores o poetas con poco verso, pero demasiada bohemia encima. Eso de prorrogar los pecados de la adolescencia en la madurez más que falta de liquidez lo que denota es escaso sentido común: a nadie le conviene reproducir las perdiciones que rigen la pubertad en edades que presumiblemente descansan sobre el sentido común, más que nada porque lo que aglutina simpatía a ciertas edades despierta virulentas censuras en otras, como algunos podrán atestiguar en primera persona. Al embajador mexicano destinado en Argentina le han pillado con las manos en la masa, o sea, levantando un libro de la mesa de una librería. Eso sí, Óscar Ricardo Valerio, que es como se llama el tipo, hizo el agarre con mucha diplomacia, disciplina y educación, vamos, sin emplear un hierro de los que asustan al más pintado ni dejando lívido al dependiente de turno con una pusca de las guapas, de esas de calibre alto, para después largarse de la tienda como alma que lleva el diablo. El tipo lo hizo con desparpajo y disimulo, como si en realidad fuera el libro que lo estuviera robando a él, más que él al libro.

Al menda, que, presumiblemente, le van a abrir un expediente de los que hacen historia, le dio por afanarse una obra de Giacomo Casanova, un personajucho con mucho mito encima, pero que no le hacía una pizca de gracia a Stefan Zweig, que glosó su semblanza por algún tomo de los suyos. El escritor, al que Fellini dedicó un filme, era un vivales de primera; un embaucador que no dejaba un convento sin asaltar ni una comunidad de monjas sin pervertir. Un fulano de esos que uno solo admira desde la distancia que proporcionan los siglos, porque de cerca no hubiera quien lo aguantara y, mucho menos, quien lo invitara a casa para cenar con la esposa. Quizá la elección que hizo don Óscar Ricardo Valerio no sea tan casual como pueda pensarse en un principio y en realidad denote más de lo que, a primera vista pueda dilucidarse.

Al señor Óscar Ricardo Valerio le pretenden ahora disculpar del hurto por el pretexto manido de la edad –como si la senectud fuera una excusa para desvalijar los expositores del DIA–, pero quizá lo que le ocurra es que está cansado de tanta vida de embajada y consulado, que son muy monótonas y aburridas, y acaban por hastiar al más bendito. Es probable que harto de tantas seguridades y diplomacias quisiera sazonar el día con alguna emoción que le hiciera reverdecer el pulso de la muñeca, y nada mejor que embarcarse en un robo sacando por la puerta trasera las memorias de un seductor. Lo que no tiene perdón es que sustrajera un título de diez dólares. Hombre, si uno se mete a Bonnie & Clyde lo mínimo es jugarse la jeta por doscientos pavos.