Sección patrocinada por sección patrocinada

Van Gogh

El “selfie” más loco de Van Gogh

El museo de Ámsterdam atribuye al artista un autorretrato de 1889, cuando se encontraba en el sanatorio al padecer psicosis, cuya autoría se había cuestionado hasta ahora

Las cartas que Van Gogh les envió a sus hermanos durante sus últimos años trazan un atolondrado camino de París a Arles, y de ahí al psiquiátrico cerca de Saint-Rémy donde estuvo internado y a Auvers-sur-Oise, donde falleció en 1890. En la capital francesa el artista se sentía exhausto y sufría del estómago; en Arles creía haber encontrado la felicidad en la casa amarilla, aquella que deseaba convertir en un refugio para artistas, pero la convivencia con Gauguin derivó en una crisis que le llevó a internarse en el sanatorio. En mayo de 1889, ya en Saint-Remy, Van Gogh escribió a su hermana Willemein: «No puedo describir con precisión cómo es esto que padezco; algunas veces tengo terribles ataques de ansiedad –sin causa aparente– o un sentimiento de vacío y fatiga mental...y de vez en cuando me atacan la melancolía y un terrible remordimiento».

Dos meses más tarde, durante un episodio psicótico, intentó comerse sus pinturas. Aunque le fueron confiscadas, el artista escribió a su hermano Theo para pedir que se las devolvieran y en la última semana de agosto ya se encontraba lo suficientemente recuperado como para volver al lienzo. Habría sido entonces cuando pintó un autorretrato cuya autoría se ha disputado desde 1970 y que ahora, después de estudiarlo durante cinco años, el Museo Van Gogh ha ratificado como del propio artista. Según Louis van Tilborgh, el investigador principal de la institución, se trata de «la única obra que sepamos que Van Gogh pintó mientras sufría de psicosis». El resultado es el retrato de un hombre claramente enfermo, de hombros caídos y mirada esquiva, triste.

Procedencia incierta

Aunque el artista se pintó a sí mismo en diferentes etapas, algunas mejores que otras, este cuadro difiere notablemente de sus otros 35 autorretratos. De hecho, esa fue una de las razones por las que se puso en duda su autenticidad. El estilo y los tonos utilizados tampoco parecían ser propios de Van Gogh, además de que no se conocía su procedencia. La obra pertenece al Museo Nacional de Noruega desde 1910 y ya desde 1970 se hablaba de que podía ser una falsificación, algo que también sugirió el comisario Johannes Rod en 2003. Hace cinco años la pinacoteca noruega lo envió a Ámsterdam para ser estudiado. Allí está expuesto desde ayer, cuando se verificó la autoría.

Ahora se sabe que el artista ofreció el cuadro a sus amigos de Arles Joseph y Marie Ginoux, que lo vendieron en 1896 a Ambroise Vollard (el marchante de París les compró tres Van Gogh por 110 francos). Además del «inusual tipo de lienzo, la paleta sombría y las pinceladas» que coinciden con sus obras de esa misma época, según Van Tilborgh, otra de las razones por las que ahora se le considerar auténtico es una carta que el artista envió a su hermano en la que afirma haber realizado un autorretrato que describe como «un intento de cuando estaba enfermo». Al efecto perturbador del cuadro se suma que Van Gogh haya optado por incluir su mutilada oreja izquierda, a pesar de que en el espejo habría visto reflejada la derecha. Señal, quizá, de todo aquello que echaba en falta.