Crítica de “Judy”: Esa adorable criatura ★★✩✩✩
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Director: Rupert Goold. Guión: Tom Edge (adaptación de la obra de Peter Quilter). Intérpretes: Renée Zellweger, Rufus Sewell, Finn Wittrock. Reino Unido, 2020. Duración: 118 min. Drama.
Cuando Judy Garland protagonizó «Ha nacido una estrella» en 1954, solo tenía 32 años, se había divorciado dos veces y ya estaba dispuesta a regresar a Hollywood después de un paréntesis de comportamientos erráticos. El regreso no se produjo por la puerta grande, porque, aunque estaba espléndida en la película de Cukor, no funcionó en taquilla y la Warner recortó el metraje drásticamente. Sin embargo, era obvio que su personaje le permitía mirarse en un espejo que no le resultaba especialmente confortable: el de la estrella fabricada entre contratos fáusticos, el de la chica de Minnessota que tuvo que digerir con barbitúricos y anfetas el camino de la fama de baldosas amarillas. «Judy» propone una operación similar a la del filme de Cukor, someter a una resonancia magnética a una estrella en decadencia, Renée Zellweger, que ha visto en el momento más crítico de Judy Garland –sus conciertos en el Talk of the Town londinense, en 1968, cuando está sin blanca y a punto de perder la custodia legal de sus dos hijos pequeños– un espejo donde reflejar un regreso triunfal, de aquellos que tanto gustan en la Academia de Hollywood.
Zellweger nunca ha tenido el calado mítico de la Garland, pero saben mirarse mutuamente en su condición de juguetes rotos –quién sabe si sería pertinente la comparación entre el despotismo cruel de Louis B. Mayer, que compró el alma de Garland condenándola a una vida de adicciones e intentos de suicidio, y el de Harvey Weinstein, para el que Zellweger trabajó en varias ocasiones. No se trata, pues, de cotejar registros vocales, que la actriz de «Chicago» imita con una cierta dignidad.
En algún momento, Zellweger decide interpretar, de un modo un tanto dudoso, a Garland como si fuera Marilyn Monroe, esa adorable criatura vulnerable y quebradiza, tan sensible a un adulador que es capaz de casarse con él a la primera de cambio. Hay un cierto histrionismo en su trabajo que tiende al gesto crispado, tenso, de una mujer que se maquilla intentando parecerse a otra, no sabemos si para acentuar la dimensión «queer» del personaje, que la película explota en una escena con un par de fans que sabe a poco. Así las cosas, el gesto de reconocimiento especular resulta estéril, forzado, y solo funciona en el escenario, donde Zellweger –y Rupert Goold, director que proviene del teatro– se siente más cómoda. Es allí donde la película se desnuda de las limitaciones del «biopic» para fijar en la eternidad el poder icónico de una leyenda que solo necesitaba que la amaran.