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Arturo Pomar, el peón del franquismo

Paco Cerdà reconstruye la biografía del gran maestro del ajedrez español y la partida que mantuvo con Bobby Fischer en «El peón», una obra dividida en los 77 movimientos del legendario duelo y que, además, explica cómo el régimen abandonó a sus genios

Pomar, durante una partida. Era un genio del ajedrez que pudo haber logrado más éxitos si hubiera contado con el respaldo del régimen larazon

Aquella España franquista de antes estaba hecha de pobreza y niños prodigio. Unos ídolos tempranos que enseguida se convierten en el escaparate de un régimen desprovisto de héroes y necesitado de reconocimientos. Joselito, Marisol, Pablito Calvo... serán la propaganda de una dictadura que trataba de convencer de sus ventajas a la opinión pública. Y, también, por supuesto, Arturo Pomar. Arturito Pomar, «un niño con envoltorio de hombre: traje, corbata, peinado serio–raya a la izquierda y brillantina–, gesto grave, el puño derecho sosteniendo el pómulo y rozando la comisura del labio, y una mirada fija, casi hipnótica, en las sesenta y cuatro casillas; como si en ellas contemplara el reflejo de un interior». Así aparece retratado en la fotografía que ilustra su biografía. La que se publicó en 1946, en el auge de su fama, cuando los diarios le dedicaban páginas y difunden sus proezas. Había nacido en septiembre de 1931 pero no tardaría recibir los elogios de la gente, en que los cronistas lo definan de superdotado y los entendidos lo comparen con Capablanca. Algunos, incluso, se atrevan a predecirle un destino más alto.

Arturo, Arturito Pomar. A los tres años asoma los ojos por el tablero de ajedrez de su padre, a los cinco aprende los movimientos de las fichas y a los seis ya no hay quien lo derrote. Paco Cerdà lo cuenta de esta manera en «El peón» (Pepitas de Calabaza) que recupera su figura, su tragedia, su singladura vital desde que deja el Café Born, sede del Club Ajedrez Mallorca, para asentarse en el Madrid urbano y manchego de la época hasta la partida que mantendrá con Bobby Fischer en el Estocolmo frío del invierno de 1962.

El autor, a través de los 77 movimientos de ese duelo, que actuarán como capítulos del libro, refiere la crónica de un chaval al que le gustaba jugar a policías y ladrones, siente debilidad por las películas del Oeste y se divierte subiendo y bajando por esa modernidad imprevista que encuentra en su primer viaje a Londres: las escaleras mecánicas del metro. Su rostro acabaría siendo uno de los rostros utilizados por el Movimiento para limpiar su imagen. Ahí está ese retrato al lado de Franco. Cerdà describe el encuentro. Diez minutos de conversación sobre ajedrez y una foto: «Franco, que mira a cámara, ríe a boca abierta, cosa extraña en él, y pasa su mano izquierda por la nuca del muchacho: «pièce touchée, pièce jouée», algo más que un gesto paternal». Luego añade la tesis, la del libro, pero también la que se maneja la política y el ajedrez. Todo glosado en un comentario: «El general sonríe. Sabe bien que, a pesar de la teoría, ningún peón se transforma jamás en dama. Que su destino no es otro que servir al bando».

El «niño Pomar», quizá por ser niño, nunca podía imaginar que su valor intrínseco no descansaba en la inteligencia ni tampoco en las indudables dotes que le predisponían para alzarse como un maestro en el juego de los escaques, sino que su principal mérito residía en su niñez. Cuando se abrió a la madurez los ditirambos cesaron. Al régimen no le interesaban los logros intelectuales ni las cimas de la inteligencia. Sólo la imagen. Y él se queda solo.

Después de ser niño

Es cierto que triunfa en Londres. «No se han encontrado jóvenes del calibres de Arturo Pomar en los últimos años», concluye «The New York Times». Los expertos y jugadores coinciden: «Es la sensación del siglo en el mundo del ajedrez»; «Pomar tiene condiciones para ser campeón del mundo»; «Arturito es mejor ajedrecista que Capablanca cuando éste tenía su edad»; «no he tenido adversario más fuerte en mi vida», afirma Stone. ¿Y qué hace el Estado? ¿Lo arropa? ¿Lo protege? ¿Lo potencia? No. Cuando cumple veinte años ya no interesa a nadie. El NODO ya no lo filma. La Prensa no está interesada en él. «Parte hacia Cuba –escribe Cerdà–. La razón es simple. En la España de los años cincuenta, un ajedrecista no puede permitirse el lujo de vivir en exclusiva de la competición. Las exhibiciones están mejor retribuidas que los campeonatos». Así que durante los siguientes años gasta su talento en partidas múltiples por diferentes países. «Explota así el eco de su temprana fama». Una gira que lo dejará exhausto en lo emocional, lo físico y lo intelectual. A la vuelta se encuentra con el verdadero rostro de una España que siempre se mostraba ingrata con sus hijos. Se le abre un expediente disciplinario militar «por haber faltado a la concentración de la caja de reclutas». Y se hace con «el chico que fue el orgullo patrio», el que «fue instrumentalizado sin piedad por el régimen». Al final se libra. Por un amigo. Y prosigue rumbo.

Pero también hay que ganarse la vida y el cuatro veces campeón de España y vencedor de veinticinco torneos internacionales y nacionales, tiene que aceptar un empleo como auxiliar de tercera clase del cuerpo auxiliar mixto de Correos en la oficina postal de Ciempozuelos.

Entonces es cuando llega su gran oportunidad. Se clasifica para el torneo Interzonal de Estocolmo. Ningún español había llegado tan lejos. Pero vuelve a encontrarse sin respaldo. Nadie le apoya. Las autoridades se lavan las manos. En su trabajo le dispensan la ausencia, pero le congelan el sueldo. No puede pagarse un viaje en avión, así que viaja como puede a Hendaya y allí toma un tren a París. «Viaja sin ningún asistente ni entrenador. Su única ayuda es un pequeño libro de aperturas escrito por Julio Ganzo para jugadores aficionados. Vale quince pesetas».

Pero nadie acude a esa cita tan desprotegido, tan desnudo. Los rivales rusos lo hacen arropados por enormes equipos. Cuando las partidas se interrumpen al cumplirse el tiempo reglamentario, ellos son los piensan los mejores movimientos mientras los maestros descansan. Pero el «niño Pomar» no tiene nada de eso. Debe prepararse solo. Debe estudiar solo. «Los soviéticos llaman a Moscú preguntando por aquel desconocido Pomar que era el único ajedrecista con posibilidades de clasificación que había viajado solo a Estocolmo sin ayuda de ningún tipo». Entonces, enfrente de él, se sienta: Bobby Fischer.

Lo que viene a continuación son nueve horas de juego. El duelo empezó en un retraurante Tre Kronor y acaba «en un sótano sin ventanas del Kungshallen». Tras una lucha enconada, al final, los dos acuerdan tablas. Pomar, con un peón menos que su adversario, ha resistido los últimos ataques. Es una auténtica proeza. Pero pocos se la reconocerán. Al levantarse se estrecharán las manos. Y Bobby Fischer le dedicará una frase para enmarcar: «Pobre cartero español. Con lo bien que juegas, tendrás que volver a poner sellos cuando termine el torneo». Una sentencia lapidaria, una glosa de lo que era ser niño prodigio en la España de Franco.

El hombre que descubrió el sexo a los 41 años

El libro de Paco Cerdà no es únicamente una reivindicación de Arturo Pomar y una denuncia de cómo el franquismo, después de usarlo, lo abandonó. También es un repaso, a través de distintos momentos y personajes la dictadura y de las diferentes etapas que atravesó. Y, va más alla. El escritor cruza las fronteras para mostrar otros granes peones que han protagonizado la historia y que fueron abandonados por sus gobiernos después de haber sido utilizados. Una nómina de personajes que van desde Marilyn Monroe hasta pilotos norteamericanos que caen derribados en suelo soviéticos. Es una lista amplia, que abarca a guerrilleros, pero que también pasa por el proceso de conversión de intelectuales como Dionisio Ridruejo o viejos presos, como es Marcos Ana, «el preso político más antiguo. El decano de la represión penitenciaria» que después de cumplir pena «descubrió el sexo a los cuarenta y un años en un cabaré madrileño» de la mano de una muchacha morena y de ojos azules.
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