Magnicidio en Barcelona. El Corpus de Sangre de 1640
El descontento acumulado entre el campesinado catalán estallaría en una espiral de violencia que acabaría con la vida del virrey.
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El asesinato del virrey de Cataluña, Dalmau de Queralt, conde de Santa Coloma, durante el llamado Corpus de Sangre, el 7 de junio de 1640, fue clave en el camino que llevó a la clase dirigente catalana a oponerse por las armas a Felipe IV y buscar la protección de Luis XIII de Francia en el contexto de la guerra que ambas coronas libraban desde 1635, en la que se decidía la hegemonía en Europa. La necesidad de encauzar la ira del campesinado lejos de los estamentos privilegiados y de evitar un castigo general severo por parte del conde-duque de Olivares, llevó a buena parte de la nobleza y el clero del principado a movilizar tropas para oponerse al ejército real al tiempo que entablaba secretas negociaciones con Francia para recabar el apoyo de la corona borbónica y de su primer ministro, el cardenal Richelieu.
Como acontecimiento definitorio del enfrentamiento político y la ruptura, la muerte del conde de Santa Coloma no estuvo exenta de polémicas, y pocas personas, en los días posteriores, se hacían una idea precisa de cómo sucedió. El curtidor Miquel Parets, vecino de Barcelona, menciona en su dietario que ignoraba el curso de los sucesos y que conocía “solo el estado en que le hallaron difunto y el puesto, que era bajo San Bertrán, los pies casi dentro el agua, desabrochado de pechos, quitada la golilla, con cinco o seis puñaladas entre el estómago y barriga, pero sin gota de sangre, y un golpecito, cosa muy poca, en la frente”, como está relatado en “La Guerra de los Segadores (I). El Corpus de Sangre”.
Disponemos, sin embargo, de los testimonios de dos sirvientes del conde que estuvieron a su lado en sus últimos momentos y que lograron escapar de la ira popular. Uno de ellos, Magí Esteve, era natural de Santa Coloma de Queralt, la villa del conde, y su maestresala; el otro se llamaba Santiago Domínguez de la Mora y provenía de Niebla, en Andalucía. Ambos prestaron declaración judicial unos pocos días después y relataron al detalle cuanto vieron. Queralt se refugió en primer lugar en las Reales Atarazanas, donde se vivió un verdadero asedio en el que su séquito se defendió a duras penas del acoso de los cientos de segadores enfurecidos que deseaban ajustar las cuentas con el representante del poder real.
Pau Durán, obispo de Urgell, se encontraba en el interior del recinto y escribió a Felipe IV: “Y en esto llegó el motín a la Taraçana, y pusieron fuego a las primeras puertas, tirando continuamente a modo como una grande y viva escaramuza que duró cerca de una hora, obligando al virrey a irse hacia el baluarte de la dicha Taraçana”. Durán y los demás religiosos presentes tuvieron más fortuna que el virrey, dado que los propios segadores les permitieron huir y refugiarse en la catedral. Queralt, su hijo y un puñado de caballeros y criados, sin embargo, tuvieron que refugiarse en el baluarte del Rey, que cerraba el sector sudoeste de la muralla de Barcelona por la playa.
La esperanza del conde consistía en alcanzar la playa de Sant Bertran, a los pies de la montaña de Montjuïc, para embarcar en una galera genovesa anclada allí delante. Su hijo y otros caballeros lo consiguieron; no así Dalmau de Queralt, a quien los disparos y las pedradas de los campesinos que lo perseguían desde las lomas de Montjuïc obligaron a refugiarse al pie de los peñascos con los dos criados antes mencionados, Esteve y Domínguez. Allí fueron sorprendidos por la muchedumbre.
Según declaró el andaluz días después, tras escapar a Tortosa: “se llegó uno de la tierra […], hombre sin pelo de barba, edad cosa de veinte años, traje de marinero, muy cerca del conde, y dijo ‘cap de Déu, aso es el virrey [mil demonios, este es el virrey]’, y sacando una daga cosa de palmo y medio de largo, le dio al dicho conde una puñalada por la boca del estómago, que la clavó toda, y luego se llegó otro hombre que era segador y era tuerto, con la cara de señales de viruela, de estatura alta, y le dio tres o cuatro otras puñaladas al conde por la barriga”. Así acabó el conde de Santa Coloma, y un destino similar corrieron entre doce y veinte funcionarios reales más que no lograron esconderse de los amotinados.
El imperio en apuros: la crisis de 1640
La Monarquía Hispánica afrontó en la década de 1640 el mayor de cuantos desafíos estaba destinada a toparse en su lucha por mantener la hegemonía en Europa. El aumento de las cargas fiscales sobre la multiplicidad de Estados que formaban el imperio se tradujo en un descontento popular que, explotado por unas élites locales insatisfechas, condujo en 1640 a la separación de Cataluña y Portugal, y, más adelante, a la proclamación de Nápoles como república; a intrigas nobiliarias en Aragón y Andalucía, y a toda clase de motines y disturbios populares de Navarra a Sicilia. El conde-duque de Olivares, valido del rey Felipe IV desde hacía casi veinte años, decidió –secundado por el Consejo de Estado de la monarquía– centrar todos los esfuerzos en la recuperación de Cataluña en tanto que se adoptaba una posición defensiva ante Portugal.
¿Cómo se había llegado a semejante situación? En el caso catalán, además de la demanda, por parte del rey, de una mayor contribución fiscal, pesaba la difícil convivencia, en los últimos meses de 1639 y los primeros de 1640, entre los soldados hispánicos y los campesinos en cuyas casas se hospedaron tras la campaña para la expulsión de los franceses del castillo de Salses. Ya durante el propio asedio se habían producido roces entre las tropas locales y los soldados de otras provincias.
Los soldados napolitanos, en particular, y especialmente la caballería, no olvidaban un incidente, durante el asedio de Salses, que había llevado al conde de Santa Coloma a encarcelar a su paisano Carlo Andrea Caracciolo, marqués de Torrecuso, y al hijo de este, Carlo Maria, duque de San Giorgio. Además de eso, pesaba el desdén que habían sufrido a manos de una población a la que teóricamente estaban protegiendo: “en Perpiñán que es lugar más interesado, hasta los sacramentos ha menester pagar un soldado si quiere morir”, escribió a Olivares el marqués de los Balbases, comandante del ejército e hijo de Ambrosio Spínola. Los roces entre unos campesinos empobrecidos por varios años de malas cosechas y unos soldados agraviados resultarían fatales para la Corona.