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Sexo, drogas y rock’n’roll en el Imperio romano

En su libro «Infamia. El crimen en la antigua Roma», el popular historiador Jerry Toner desnuda la criminalidad rampante de una sociedad no tan diferente a la nuestra
larazon
La Razón

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En 218 d. C., tras el asesinato del emperador Caracalla, una de las abuelas de la casa imperial, Julia Mesa, orquestó con éxito un golpe palaciego que colocó a Heliogábalo, su nieto de catorce años, en el trono. Al verse de pronto todopoderoso, este adolescente se sintió liberado de las ataduras sociales que, hasta entonces, le había impuesto la conservadora Roma. Desde entonces, al parecer, el emperador comenzó a vestirse como una mujer e incluso pretendió castrarse a sí mismo; tenía, además, varios amantes masculinos, a los que favorecía con largueza, y se dice que seleccionaba a los candidatos para las más altas esferas del imperio en función del tamaño de sus penes. Pero el mundo romano no estaba preparado para tal grado de aperturismo sexual: cuatro años después, su propia abuela, la misma que lo había encumbrado en el poder, lo mandó asesinar.
A ojos de su biógrafo romano, Heliogábalo no fue sino el último representante de una larga lista de emperadores delincuentes sexuales, iniciada con Tiberio, quien se supone que mantenía un apartamento adaptado para albergar actos de sexo extremo; y Calígula, del que se decía que había cometido incesto con sus dos hermanas. Debido al sensacionalismo con el que estos escritores romanos describieron a sus emperadores, da la impresión de que este tipo de creatividad sexual era la tónica general en el mundo romano. Idéntica percepción alimentaron en su momento los escritores cristianos, quienes gustaban de establecer una nítida frontera entre su propio énfasis en los beneficios morales de la castidad y la supuesta lascivia de sus predecesores paganos. Repárese, además, en que esta imagen se ha perpetuado en la cultura popular moderna gracias a películas como Gladiator, en la que se retrata a un Cómodo ansioso por cometer incesto con su hermana. Sin embargo, lo cierto es que todas estas historias no pasaron a la posteridad porque los romanos pensaran que nos gustaría leerlas, sino porque a ellos mismos les apasionaban. Todo apunta, en fin, a que los romanos sentían una profunda fascinación por descubrir los vicios secretos de su prójimo, y ello no se debía a ninguna supuesta degradación moral, tal y como a menudo se ha sostenido, sino a que, en realidad, los romanos tenían una opinión muy crítica de los hábitos sexuales de todo tipo. Parece que la explotación sexual alcanzó en la Roma antigua cotas no inferiores a las de nuestros días y a que la prostitución, las violaciones y los abusos sexuales estaban muy difundidos por todos los niveles de la sociedad, aunque, seguramente, la percepción romana de lo que constituía un crimen sexual difería de forma notable de la nuestra.
Las actitudes romanas al respecto solo pueden entenderse en el marco más amplio de su sentido de la moralidad, que catalizaba sus impresiones sobre una amplia variedad de lo que consideraban comportamientos antisociales. Ya hablemos de beber vino caliente o de comer carne cocida en una taberna, las leyes romanas expresaban un marcado desdén por cualquier placer individual que se disfrutara de un modo que la sociedad considerara desagradable. Recordemos, no obstante, que quienes redactaban dichas leyes eran las élites sociales. Quizá por ello, algunas de estas normativas parecen totalmente absurdas, mientras que otras pasan por alto los abusos más sórdidos. Contempladas en su conjunto, las leyes romanas materializan la moralidad de la clase dirigente, pero no reflejan de forma necesaria lo que los romanos de a pie pensaban al respecto.
Por ejemplo, el Estado romano no se interesó nunca por la violación o por la agresión sexual per se. Lo que realmente importaba era el estatus legal del asaltante y el de la víctima. Las leyes estaban concebidas para proteger el honor de cada individuo en función de su estatus social; pero si la víctima no tenía estatus, y, desde luego, los esclavos no lo tenían, tampoco poseía una reputación por la que velar. Y es que el derecho se interesaba sobre todo por las acciones que se consideraban inapropiadas para la posición de un individuo en la sociedad, máxime cuando dicho comportamiento inaceptable podía tener un efecto adverso en la comunidad en su conjunto. Si alguien pegaba a su esclavo, ¿a quién le importaba? Pero la agresión a un senador entrañaba una amenaza para toda la comunidad. El derecho romano, en definitiva, revela un vivo interés por actuaciones que, a nuestros ojos, podrían parecer inocuas, pero que los romanos percibían como una grave amenaza para los valores morales de la sociedad. El objetivo último de las leyes, al fin y al cabo, era conservar el favor de los dioses y este último peligraba cuando los romanos se comportaban de manera inadecuada. Lo que nosotros entenderíamos como delitos sin víctimas, desde el punto de vista romano suponían atentados que podían acarrear el desastre para toda la comunidad.

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