José Jiménez Lozano: “Gracias maestro”
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Conocí a Jiménez Lozano gracias a Simeón Sánchez, mi profesor de literatura del ya inexistente COU, previo a la Selectividad, en el Instituto madrileño Lope de Vega. Su primera recomendación para los diecisieteañeros fue «Los cementerios civiles y la heterodoxia española» (en Taurus, entonces). El título asustaba, pero, pese a todo, descubrí cosas sabrosísimas sobre el modo de ser español y cómo somos inquisidores con quienes no piensan como nosotros. Si la propaganda anunciara la excelencia, este libro no hubiera caído en el más absoluto sueño de los justos. Con el tiempo, con nuevas lecturas y grandes dosis de curiosidad, llegarían nuevos títulos a mi estantería, como «Sara de Ur» o «Historia de un otoño», que trata sobre los últimos días de la abadía femenina de Port-Royal, mandada arrasar por Luis XIV, con el consentimiento de la Iglesia, bajo la acusación de jansenismo. Desde el primer momento de mi juventud pensé que don José, escritor oculto y castellano de nuestras letras –como toresana me tocaba la fibra del terruño–, era un autor que hablaba demasiado para quienes no querían escuchar; inquietante y preguntón y, como diría Sócrates, con libros «que eran cubos que se mantenían firmes donde y como quiera colocárselos».
Todos sus textos, hoy, que ya no está entre nosotros, le gustaría saber que siguen en pie, porque más allá de modas y modistos, él, acaso sin saberlo, escribió para la gloria –como decía Racine– lo que no es más que para unas cuantas personas de su consideración. ¡Ay, don José, no sabe cuántas! Hoy, que te has ido, suscribo lo que intuías: que el amor no es una construcción de intercambio ni fisiológico ni cultural. Que es lo que impregna la existencia de sentido, permitiéndonos trascender el horizonte de la finitud. Para ti, y lo sabemos tus lectores, la novedad de tu mensaje residía en que Dios se acerca al hombre y muere por él, aceptando ser humillado y escarnecido. Su sacrificio es un acto de amor, no un gesto de poder. Pero, ¿quién era Jiménez Lozano? Gran conocedor de la mística española, calificado de escritor castellano y religioso, se familiarizó de la mano de Americo Castro con la herencia judía y árabe y buscó las claves de la convivencia de los españoles.
Es autor de novelas y relatos cuya novedad no consiste en grandes aportaciones formales sino en el lado oculto de la realidad, sin fatuidad de tipo alguno. Jiménez Lozano nunca se adhirió a las modas o a los atractivos de los círculos literarios. Fue un «outsider» pero no desoyó ni las voces que se le imponían desde dentro. El oficio de escribir consistió, para él, en mantenerse en el sutil y siempre agudo filo de la libertad. Siempre tuvo claras tres cosas. La primera: no quería ser escritor sino escribir. La segunda: que debía ser él quien decidiera lo que escribiese. Tercera: casi toda su literatura surge de lo que le legó la lectura de Miguel de Cervantes. Entre esas ideas, no dejarse jamás llevar por la corriente. Esa es una de las razones por las que le gustó decir que era un escribidor, porque lo que adoraba era escribir para contar, aunque sin más complicaciones. Quizá lo dicho no dista de su compañero de letras castellano cuando decía: «Mi vida de escritor no sería como es si no se apoyase en un fondo moral inalterable. Ética y estética se han dado la mano en todos los aspectos de mi vida». La editorial Confluencias acababa de iniciar la reedición de su obra completa y tenía ya preparado el último de sus diarios.
Bravo por la gran elección que, sin duda, aunque alejados de sus postulados pero rendidos ante su prosa, celebraron tanto autores. Don José: gracias por defender con uñas y dientes parcelas de libertad, por no dejarte llevar al colegio (como decía Bernanos), por no entrar en la «rinocerontitis», como recordaba Ionesco; por no hacer nada contra tu conciencia aunque lo exija el Estado (Einstein dixit).... pero, sobre todo, gracias por perder la vida para recuperarla, como nos recuerda el Evangelio.