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El día en el que Ana Frank dejó de escribir

Murió en el atroz campo de prisioneros de Bergen-Belsen hace hoy setenta y cinco años. Junto a su madre. Su historia, contada en su archifamoso diario,dio la vuelta al mundo. En sus páginas recoge los 25 meses que estuvo escondida junto a su familia.Después llegaría lo peor, la delación y la deportación. Solo sobrevivió Otto, el padre, al horror de Auschwitz
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La Razón
  • David Solar

    David Solar

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El 15 de abril de 1945, una semana después de la capitulación alemana, las SS entregaron a la 11ª División Blindada del Grupo de Ejércitos del Mariscal Montgomery, el campo de prisioneros de Bergen-Belsen, en la Baja Sajonia, al noroeste de Alemania. Cuando el mayor Dick Williams penetró en el campo quedó aterrorizado. El hedor a putrefacción, a excrementos y a enfermedad era insoportable pero aún peor fue el espectáculo de ver acercársele decenas, millares, de cadáveres vivientes, 60.000 esqueletos tambaleantes y gimientes cubiertos de harapos, suciedad, pústulas y erupciones cutáneas. Su espanto aumentó al recorrer el campo: centenares de cadáveres diseminados, recientes o putrefactos, carros abandonados y supurantes cargados con restos humanos y enormes zanjas abiertas en las que se amontonaban 13.000 cuerpos en descomposición, entre los que, seguramente, se hallaban los de Margot y Ana Frank, muertas de hambre y de tifus probablemente el 12 de marzo. La tragedia de las dos jóvenes hubiera quedado inmersa en las de los seis millones de judíos exterminados por el III Reich de no haber mediado unas centenares de páginas manuscritas y una serie concatenada de casualidades felices.
La primera, la supervivencia de Otto Frank, que regresó de Auschwitz (donde sobrevivieron menos del 10 por ciento de los judíos). Recién liberado, escribía a su madre: «De Edith y las niñas no sé nada. Seguramente han sido deportadas a Alemania. ¿Volveremos a vernos sanos y salvos?». Aún no conocía la muerte de su esposa, el 6 de enero, no muy lejos de él y, tampoco, que «las niñas» habían fallecido antes de que escribiera esa carta. La segunda casualidad es que tres años antes, cuando Ana cumplió los 13, optara por regalarle un diario y que ella decidiera llenarlo con sus experiencias y emociones: «El viernes me desperté a las seis. Era comprensible, pues fue el día de mi cumpleaños. Pero no podía levantarme tan temprano y hube de apaciguar mi curiosidad hasta las siete menos cuarto. Entonces ya no soporté más y corrí hasta el comedor, donde nuestro pequeño gatito, Mohrchen, me saludó con efusivo cariño. Después de las siete fui al dormitorio de mis padres y, enseguida, con ellos al salón para encontrar y desenvolver mis regalos. A ti, mi diario, te vi en primer lugar, y sin duda fuiste mi mejor regalo» (14 de junio de 1942).

Guardar sin leer

La tercera, que los policías que les detuvieron no lo destruyeran: el diario quedó en el suelo junto con otros papeles de Ana. La cuarta, que fuera Miep Gies, empleada y amiga de los Frank, quien hallara el diario y lo guardase sin leerlo, otra afortunada casualidad porque, según más tarde confesó, de haberlo hecho lo hubiese destruido, ya que contenía información que, en manos de la Gestapo, les hubiera conducido a un campo de exterminio. Y, por último, que Otto Frank fuera un hombre sensible –dispuesto a cumplir el deseo de su hija de ver el diario impreso– y culto, que supo leerlo, unificar los diversos elementos hallados y prepararlo para su edición censurando ligeramente los desahogos de Ana contra su madre, originados por la dificilísima convivencia en la «casa de atrás».
Pero, ¿cómo se gestó esta historia si los Frank eran judíos alemanes de Fráncfort y la historia de Ana se desarrolló en Amsterdam? Hitler alcanzó la Cancillería el 30 de enero de 1933 y en dos meses, el poder absoluto. Los primeros destinatarios de su furor fueron los judíos: el boicot contra sus comercios y una secuencia de disposiciones impidiéndoles desempeñar sus profesiones en la Administración, la Universidad, la Jurisprudencia y la Medicina; se les prohibió poseer tierras agrícolas; en el curso escolar 1933/34 se limitó su número en los centros públicos al 1,5%, e, incluso, se les intentó prohibir escribir en alemán. En 1933 había en Alemania 525.000 «judíos creyentes» y en un año se marcharon 50.000. Entre ellos, los Frank, que, cerrados sus negocios, se refugiaron en Amsterdam, con sus hijas, Margot (1926) y Ana (1929), donde montaron otro de conservantes para mermeladas y carnes, se integraron en su entorno y las niñas fueron escolarizadas.
Todo fue bien hasta que Hitler invadió los Países Bajos (1940) en impuso sus leyes. Otto corrió a obtener visados para Estados Unidos, pero mientras llegaban trasladó su próspera empresa a la calle Prinsengracht, 263, una casa de tipo tradicional en el comercio de Amsterdam, con un almacén en los bajos y tres plantas superiores de oficinas y viviendas. Allí, libre de miradas indiscretas, estaba «la casita de atrás». Los visados no podrían llegar tras la entrada norteamericana en la contienda, por lo que Otto, sin alternativa, comenzó a construir un refugio de larga duración: figuraba en el censo de judíos de la ciudad y aunque había ocultado su empresa a nombre de sus empleados y amigos, sabía que el Gobernador Seyss-Inquart apretaría la presión antijudía: una nueva identificación les señalaba con una «J» llamativa, segregó a sus escolares de los holandeses, vetó su acceso a deportes, teatros, cines, museos, bibliotecas, parques y hoteles; les impuso la estrella de David, cosida sobre la prenda más exterior, y el toque de queda, y les prohibió utilizar los transportes públicos y requisó sus bicicletas.

En «la casita de atrás»

El 12 de junio de 1942, Ana cumplió 13 años, recibió su diario de tapas a cuadros y comenzó a escribir: «Espero poder confiártelo todo como aún no lo he podido hacer con nadie, y espero que seas para mí un gran apoyo». Falta le iba a hacer: los nazis estaban deportando a Polonia a los judíos que contravinieran disposiciones racistas, pero a final de aquel mes incorporaron al Servicio de Trabajo a los judíos de 16 a 40 años, afectando a Margot, que había cumplido los 16 en febrero y fue citada el 5 de julio. Otto decidió esconderse con su familia en «la casita de atrás» y una semana después les seguirían su socio-empleado Hermann van Peels, su esposa y su hijo Peter, en las mismas circunstancias que Margot.
Llevaban preparando el minúsculo refugio, de unos 60 metros cuadrados, desde el verano anterior, con el apoyo de sus amigos Johannes Kleiman, Victor Kugler, Jan Gies y Miep Santrouschitz. La casa no se veía desde el exterior, nadie sospecharía del lugar dado lo obvio que era y los Frank se habían ganado el afecto de todos: sus empleados se jugarían la vida por ellos, lo mismo que los comerciantes que les proporcionaron alimentos y los profesionales que prepararon el escondite y guardaron el secreto.
La madrugada del 6 de julio los Frank dejaron su casa llevándose lo poco que pudieron para no llamar la atención. Llegaron al almacén antes que los obreros y accedieron a su escondite, al que se llegaba desde las oficinas pasando por una habitación vacía, en la que un armario lleno de archivadores giraba sobre unos goznes franqueando la entrada.
Allí aguantaron ocho personas (los dos matrimonios, sus tres hijos y un amigo proscrito) sumidas en esperanzas, temores, estrecheces, dificultades convivenciales, alimentación escasa, todo lo cual, con una extraordinaria riqueza de matices y emociones, lo fue plasmando durante 25 meses en su diario aquella adolescente que cumplió allí los 16 años. La peor pesadilla les saltó el 4 de agosto de 1944, día en que se presentó en la empresa un suboficial austriaco de la Sicherheitsdienst (Servicio de Seguridad), con varios agentes holandeses a su lado. Creyendo que habían sido delatados, no trataron de ocultar la verdad y dejaron el paso libre a la «casita de atrás», donde los ocho fueron inmediatamente detenidos y deportados. Solo sobrevivió Otto, el resto pereció en Auschwitz y en Bergen-Belsen, pero de su fantástica convivencia bajo el terror quedó un testimonio excepcional: el diario de Ana.

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