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Fallece Eduard Limónov, el escritor que deseaba una revolución

El novelista, que glosó Emmanuel Carrère en una biografía, muere a los 77 años después de una vida desaforada, repleta de grandezas y miserias, y controvertidas ideas políticas
La RazónLa Razón

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Eduard Limónov, un hombre hecho de palabra escrita. Por la suya, la acuñada en su obra, pero sobre todo por la del novelista francés Emmanuel Carrère, que publicó su biografía y lo situó en el pedestal de la fama. Si hoy hablamos de él es por ese libro, que lo descubrió al mundo, más que por los suyos. Paradójico. Un escritor que alcanza la gloria literaria cuando otro lo convierte en personaje literario. ¿Existe algo existencialmente más dramático y poderoso? Nació con la vocación de los poetas rusos y el delirio idealista de un mesías de los Urales. Como si la rabia, la ofuscación y el talento se confundiera en él en una especie de fiebre humana, conductora de un talento electricizante y una vocación insoslayable por la perdición y el autodesahucio. Poseía el hambre de un lobo siberiano y la pulsión creativa de un suicida. Sus orígenes son tan claustrofóbicos como apasionantes, repletos de inspiración y confianza juvenil, como si estuviera predestinado por algún Olimpo a comerse la Tierra. Tenía la garra del verbo y la conciencia indómita de los caudillos hechos de grandeza y sísmicas miserias.
Publicó libros que le dieron la mecha de una reputación temprana, «El adolescente Savenko», y huyó a Nueva York con una poetisa que tenía mucho de modelo, una de esas mujeres que hacen que un hombre abandone el orgullo propio y se desprenda de la autoestima. El relato de esa ruptura, de cómo su bella mujer rusa lo abandona en los Estados Unidos, está repleta de una suciedad delirante, como si toda la escena hubiera sido el derrame de una obra de Bukovski. De ese episodio salió por la bocacalle más imprevista, por unos días de hambruna, pobreza y homosexualidad que lo arrastraron por las avenidas de la Gran Manzana.

Éxito literario

Pero Limónov provenía de la genética de la supervivencia. Era ya un viejo acorazado, de los que siempre regresan a puerto seco para que lo reparen. De ese camino, de sus experiencia sexuales con un negro, le vino un torrente literario que cuajó en «Soy yo, Eduard». El libro no salió en los EE. UU., pero sí en Francia, que es una patria hecha para reconocer lo que en el resto de naciones se rechaza. Alcanzó el reconocimiento y se lanzó a una frenética carrera de títulos, «Historia de su servidor» y «Diario de un fracasado», que le sirvió de tarjeta visita para entrar en los cenáculos literarios galos y que, como repercusión, revolucionaba la literatura de su país. No estaba mal para un emigrado, para un profeta que ha tenido que marcharse de su tierra. Su reputación comenzó entonces a lidiar con sus postulados políticos. Esa esgrima entre el estilo de la palabra y las emociones ideológicas que ha acabado erosionando a más de un escritor. Lo llamaron de todo: comunista, fascista. ¿Qué se puede esperar de un tipo que admira a Mishima y Stalin?
En los 90 tomó parte activa en la Guerra de Yugoslavia. Se puso de parte de los serbios y se enroló en una partida de francotiradores. Una pregunta eterna permanece desde entonces sobre su cabeza sin contestar, igual que una espada de Damocles: ¿Mató a alguien? Ahí está Carrére para quien busque respuestas. Su posterior deriva lo lleva de vuelta a Rusia, se situó en contra de Putin y a favor de sus adversarios, como Gary Kaspárov, fundó del ilegalizado Partido Nacional Bolchevique y fue presidente de La Otra Rusia. En sus últimos años gastaba las gafas de Nabokov, el pelo y gesto de un Trotski contemporáneo y la perilla despeinada de un Chéjov. Se autodefinía siempre con contrarios, como un zoroastrista ateo, como si la base de su ideario estuviera hecho de reconciliación de opuestos o la posición moral ante la res pública dependiera también de una clarividencia o estética literaria. Nacionalista, moderado, socialista y abogado defensor de los derechos constitucionales. Ayer, este hombre, que vivió o sobrevivió, no está claro, entre el fulgor del arrebato y el reposo de la narrativa, falleció a los 77 años de edad en un hospital de Rusia. Permaneció hasta el último instante hablando, con salud, como si hasta la muerte tuviera que ser un relámpago más en su vida y no la agonía de otro mortal. Su horóscopo estaba más cerca de una estrella del rock and roll que de un líder político. Siempre aspiró a una revolución. Jamás imaginó que, al final, su agitación, la sublevación que traía consigo, era el ejemplo de un vivir desaforado y todos esos libros que escribió y que ahora deja huérfanos.