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Los cinco besos más famosos de la historia del arte

No es tiempo de ósculos. Una verdadera lástima. En plena pandemia nos vemos reservados a guardar nuestras efusiones para mejor momento, pero no conviene olvidar que hasta ayer fuimos pródigos en besarnos. He aquí solo cinco de los más universales besos de la historia del arte. Aunque hay muchos más
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“El beso” (1882, de) Auguste Rodin
Este conjunto escultórico tallado en mármol representaba en su origen a Paolo Malatesta y Francesca de Rimini, personajes procedentes de “La Divina Comedia” de Dante Alighieri mandados asesinar por el marido de ella al descubrirlos en un beso adúltero. En ese momento ambos enamorados fueron condenados a errar en los Infiernos. Este grupo, diseñado de forma temprana por Rodin, dentro del ambicioso proyecto de “La Puerta del Infierno” se mostró como una obra autónoma del citado conjunto a partir de 1887, quizá porque sus suaves y delicadas formas le hicieron considerar al escultor que su lugar idóneo no era precisamente el infierno. El modelado flexible y liso, la composición muy dinámica y el tema encantador, hicieron que este grupo tuviera un éxito inmediato. Como ningún detalle anecdótico hacía recordar la identidad de ambos amantes, el público lo bautizó como “El beso”, título abstracto que traduce bien su carácter universal. El Estado francés encargó una versión ampliada en mármol que Rodin tardó cerca de diez años en entregar.
Contrariamente a sus contemporáneos, Rodin no presentó una visión frontal de la obra. De acuerdo con su concepción del arte, él siempre afirmó que la obra debía poder ser apreciada desde diferentes puntos de vista y así es, pues al rodear la pieza se puede observar como cada uno de los ángulos describe un momento diferente. Debido a su gran éxito, El beso fue una de las obras de Rodin que más se reprodujeron en el siglo XIX. En mármol produjo tres piezas de gran tamaño de esta obra. La primera, encargada por el gobierno francés, se encuentra ahora en el Museo Rodin de París. La segunda, que fue un encargo de Edward Perry Warren, está en la colección de la Tate Gallery londinense. Y la tercera copia fue un encargo del coleccionista danés Carl Jacobsen y se exhibe en Copenhague.
“El beso” (1892), de Toulousse Lautrec
Si el de Klimt es archifamoso y objeto permanente de “merchandaising”, este de Toulouse Lautrec es una bellísima rareza. Se trata de un beso entre dos prostitutas de un burdel. Al pintor le encargaron la decoración de las paredes de los salones del burdel de la Rue d’Amboise. Solía ir a mirar. A percatarse de lo que pasaba entre aquellas paredes y no era extraño que observara las relaciones de amor entre las trabajadoras que vendían su cuerpo al mejor postor. El pintor en esta escena, se recrea en la dulzura de los rostros y en el acto del beso. El resto, los cuerpos, la decoración, se intuyen, están esbozados, señalados y no completamente acabados. Un jergón en un rojo anaranjado sobre el que se tienden las dos mujeres y un mueble en la esquina izquierda de la obra. Nada que ver estas meretrices con esas otras mujeres aguerridas, ordinarias, que hizo mundialmente famosas en sus cartones. Como dijo una vez el artista “pinto las cosas tal como son. Sin hacer el menor comentario”. Forma parte de las 16 pinturas que le encargó el dueño del prostíbulo y en varias de llas plasmó el lesbianismo como algo erótico y tierno al mismo tiempo.
“El beso” (1908), de Gustave Klimt
"O soy demasiado viejo, o demasiado nervioso o demasiado estúpido, algo debe estar mal". Así escribía Gustav Klimt a un amigo. No atravesaba un buen momento creativo nada más arrancar el siglo pasado. Los frescos pintados en el techo de la Universidad de Viena habían levantado una oleada de críticas por su carácter pornográfico, hecho que le había afectado a la hora de crear. Sin embargo, estaba sin saberlo a punto de parir la obra más célebre de su producción, “El beso” (1908), un cuadro imponente de casi dos metros. Inspirado por los iconos bizantinos, de ahí su minuciosidad y los dorados que recogen las ropas, que son pura orfebrería. Se dice que podría tratarse de un autorretrato del pintor, que besa con pasión, en la mejilla, a su enamorada, la diseñadora de moda Emilie Flöge, incluso se habla de que la mujer podría ser Adele Bloch-Bauer o incluso una modelo de pelo rojizo protagonista de otra de sus obras, “Mujer con sombrero y boa de plumas” (1909). La obra fue adquirida antes de que Klimt la terminase. Colgó de la Austrian Gallery y allí fue vista en público por primera vez, eso sí, a falta de algunas pinceladas, lo que no impidió que el Museo Belvedere desembolsara el equivalente actual a 240.000 dólares (unos 220 euros), una cifra abultadísima.
“Los amantes” (1928), de René Magritte
“Ay, nuestro amigo Freud...”, dicen que exclamaba, quizá con un tono enre el desdén y el hartazgo René Magritte cada vez que alguna de sus obras se intentaba abalizar a la lupa del psicoanálisis. El maestro del surrealismo, y uno de los nombres mayúsculos de la historia del arte, halló, junto con su pandilla de amigos, e cuerpo flotando de su madre en un río. Estaba muerta y solamente llevaba como vestimenta un camisón. La fuerza del agua había hecho que le cubriera la cabeza. Una imagen que se le grabó, pues apenas tenía 14 años cuando descubrió el suicidio. Sin embargo, el no justificó públicamente que las telas que cubren los rostros de estos enamorados tuvieras que ver con un trauma mal curado de niño. Se ha querido ver así para justificar esta obra, tan bella como enigmática. Magritte lo pintó en 1928 y actualmente pertenece a un coleccionista belga. El juego de la realidad y la intuición vuelve a estar presente aquí: ¿es un interior? ¿Se trata de una obra pintada en el exterior? Los amantes están literalmente pegados pero el imposible contacto físico debido a las telas hace que el beso sea también imposible.
“Beso II”, de 1963. Roy Lichtenstein
“Flasssh”, “Whaaam”, “Bob”. Nada de eso hay en este acrílico, todo un icono, pintado por Roy Lichtenstein en los años sesenta, cuando el pop arte estaba en su apogeo y el artista era el amo de esa particular pista. Ni un bocadiilo sale de la boca de los protagonistas. Imposible. Colores planos, pintados con minúsculos puntitos, amarillos, rojos y azules salpicaban sus telas. En este beso, un hombre y una mujer que juntan sus labios. Poco importa quienes fueran. La estética de cómic, que caracterizó su obra, sigue estando presente aquí. Esta obra fue vendida por Christie’s de Nueva York al propietario de una galería japonesa (que actuó en nombre de un particular, del que solo se conoce su apellido, Wanibuchi) por seis millones de dólares (poco más de 5 millones de euros), bastante por encima de los escasos mil dólares en que se vendió la misma obra en 1963. Los primeros pasos del artista no los dio en la senda del popo, sino del expresionismo abstracto, por el que transitó, y el cubismo, que tanteó. Sin embargo, en los sesenta dio un giro y halló su camino. Y nos congratulamos por ello.
Besarse con mascarilla, no hay otra
La portada de la edición de “Vogue” para Portugal retrata a dos jóvenes en una imagen en blanco y negro que se besan mascarilla mediante, un fiel reflejo de los tiempos que vivimos de aislamiento e imposibilidad de roce. Y menos, de besos. Sin embargo, la idea no parece demasiado novedosa, pues ya hay antecedentes de otras imágenes similares, como el beso de película que se daban los actores Van Johnson y June Allyson, amantes en en el filme “La isla encantada” (1947), en la que el intérprete se convertía en un piloto de la Segunda Guerra Mundial que caía rendido a los encantos de una enfermera.

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