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Cuando la cultura se convirtió en dinero

Las vidas del matrimonio Viardot y el dramaturgo Ivan Turguénev, se entrelazan en «Los europeos» (Taurus), un libro que explica cómo el siglo XIX europeo se constituyó en un momento de logros artísticos sin precedentes. Fue la primera era de la globalización cultural en la que se pudo hablar de un canon de obras dea arte, musicales y literarias

«Visitantes de Londres» (1874), de Tissot, habla del progreso en la Europa de fines del XIX, cuando la cultura comenzó a ser negocio
«Visitantes de Londres» (1874), de Tissot, habla del progreso en la Europa de fines del XIX, cuando la cultura comenzó a ser negocioLa RazónLa Razón

«Hemos conocido a muchas cantantes de primera clase pero ninguna nos ha dejado en tal modo abrumados. El asombroso registro de su voz, su incomparable virtuosismo, su tonalidad mágica y argentina, esos pasajes que hasta el oído más entrenado tiene dificultades para seguir… No habíamos escuchado nada igual hasta ahora», escribía un crítico musical tras la actuación de Pauline Viardot García en «El Barbero de Sevilla», el 3 de noviembre de 1843, en el teatro Bolshói de San Petersburgo, hallándose entre los asistentes el Zar, la Zarina, la Corte, el Gobierno y un público enfervorizado que aplaudió en pie durante una hora, haciéndola salir a saludar nueve veces. Uno de los entusiasmados espectadores fue Iván Turguénev, que diez días después fue presentado a la diva como «joven terrateniente ruso, buen cazador y mal poeta». Un flechazo. Turguénev estuvo enamorado de Pauline toda su vida: fue su amante, amigo, colaborador y vecino durante cuarenta años, hasta su muerte.

«Pauline nació en una familia donde el genio parecía ser hereditario», decía Franz Liszt, que fue su profesor de piano y amigo. El tenor y compositor sevillano Manuel García (1775-1832), al que Rossini dedicó su «Barbero de Sevilla», del que fue el primer conde Almaviva, tuvo varios hijos músicos y cantantes y dos ellas se contaron entre las sopranos más notables del siglo XIX. María Malibran García, (1808-1836) fue un prodigio que al parecer tenía un registro de tres octavas (desde un re grave a un re sobreagudo y, quizá más). Según Rossini: «He conocido a muchos grandes cantantes, pero sólo a tres genios: Lablache, Rubini y María Malibrán, esa niña tan mimada por la naturaleza». Su hermano, Manuel García (1805-1906) fue famoso curando afecciones de garganta de cantantes. Se le debe el invento del laringoscopio, fue el más famoso profesor de «bel canto» del siglo XIX y sus métodos resultaron útiles durante gran parte del XX. La tercera de esa singular familia, Pauline Viardot García (1821-1910), indudable «prima donna» de este libro, fue un referente de soprano y mezzo durante un cuarto de siglo, compositora notable, famosa profesora de canto y una de las mujeres más influyentes en los círculos culturales europeos.

Pauline, su esposo el francés Louis Viardot, hispanista, crítico de arte, coleccionista, empresario teatral y traductor, y el gran novelista y dramaturgo ruso, Ivan Turguénev, sirven como hilo conductor a la espléndida obra que acaba de llegar a las librerías, «Los europeos», de Orlando Figes (Taurus, Madrid, 2020, 670 págs., 26,50 euros), donde se interrelacionan y activan la cultura, los artistas, libros y periódicos y el mundo de la Segunda Revolución Industrial: el desarrollo de las comunicaciones (ferrocarril, barcos de vapor, telégrafo) que serán su gran vehículo difusor, y el mundo de los negocios, el capitalismo, el dinero. Las biografías del trío cobran excepcional relieve en esta obra no solo por su extraordinaria valía, sino, también, por su hábil trenzado a lo largo del relato, siguiéndolos por «toda Europa (vivieron en distintos momentos en Francia, España, Rusia, Alemania y Reino Unido y viajaron por el resto del continente), se detiene en las personas que conocieron (casi todas las que tuvieron importancia en la escena cultural europea) e indaga en aquellos temas que los afectaron como artistas y promotores de artes. En sus distintas maneras, Turguénev y los Viardot fueron figuras del mundo de las artes que supieron adaptarse a los retos del mercado». Hay un caso estupendo de interacción entre cultura y nuevos medios de comunicación y comercio: el de Gioachino Rossini, dominador de la ópera durante los años veinte/treinta del siglo XIX, que tenía un temor cerval al tren y lo utilizó muy poco, prefiriendo los carruajes. Su mundo artístico y comercial se circunscribía a unas pocas ciudades y cortes europeas; compuso 39 óperas y abandonó ese mundo tras «Guillermo Tell», 1829, en pleno éxito y cuando solo contaba 37 años. Después, hasta su muerte, en 1868, dirigió teatros, compuso cosas menores y dedicó su talento a la cocina, del que todavía disfrutamos con receta como sus canelones Rossini. Su alejamiento pareció un misterio pese a su declaración: la ópera, como cualquier otra expresión artística «es inseparable de los tiempos que vivimos»; Orlando Figes está de acuerdo: Rossini había perdido el tren de la modernidad: ni estaba a gusto con las innovaciones en la composición y comercialización de la ópera, ni con los obligados desplazamientos, ni con los modernos medios que los facilitaban. Su amigo, Giacomo Meyerbeer, rey de la música europea durante tres décadas, cambió la estructura de la ópera, la naturaleza del negocio y su difusión por todo el continente, que conocía muy bien gracias al ferrocarril, cuyos viajes aprovechaba para componer al ritmo de las locomotoras.

A la vanguardia de la cultura

Pauline Viardot –amiga de ambos e intérprete de sus óperas– se mantuvo en la vanguardia de la cultura de la época no solo gracias a su hermosa voz, a su inigualable técnica y a su talento interpretativo, sino, también, a las relaciones de Louis Viardot, con el que se casó en 1840 pese a que la llevaba 21 años. Un matrimonio con poco amor pero unido por múltiples intereses, amistad y admiración mutuas («es triste que nunca haya podido responder al amor ardiente y profundo de Louis, a pesar de mi voluntad», confesaría Pauline).

Gracias a Louis, ella accedió a los ambientes artísticos y culturales progresistas de París, como el del estudio del pintor Scheffer, uno de los más famosos de la época de Luis Felipe I. Scheffer, cuya amistad conservaría siempre, confesó su primera impresión sobre ella: «Es terriblemente fea, pero si volviera a verla me enamoraría de ella como un loco». En el estudio del pintor frecuentaría el trato con Delacroix, George Sand, Chopin, Liszt, Renan y otros muchos artistas, músicos y escritores y de allí salió, en 1841, el mejor retrato de Pauline (hoy en el Musée de la Vie Romantique). El compositor Camille Saint Saëns opinaba: «Es el único que muestra de verdad a esta mujer sin igual y consigue dar una idea de su extraña y poderosa fascinación».

Tras el éxito de 1843, hubo otras giras rusas. En la de 1844, Pauline actuó en 76 funciones, unas 40 de ellas como Norma (Bellini) por las que percibió no menos de 120.000 fancos, (12 años salariales de un catedrático francés). Aprende ruso (además de español y francés, hablaba italiano, inglés y alemán), compone música a la manera rusa y sobre poemas rusos y se convierte en una excepcional propagandista de la literatura y música rusas en Francia, su residencia habitual a excepción de algunos exilios a causa de las ideas republicanas de su marido. En esa época cenital de su carrera ganaba dinero a espuertas, pero también lo gastaba porque vivía a lo grande. En el mundo empresarial del canto fue famosa por sus exigencias económicas y su dureza negociadora; sabía lo efímera que era la carrera de un cantante y estaba convencida de que un profesional jamás debía regalar su arte. Es famosa su factura de 2.000 francos por cantar en el funeral de su amigo Chopin, 1849, en el que estuvo maravillosa, según Turguénev.

En los años cincuenta colabora con Meyerbeer, Gounod y Berlioz en sus óperas y las estrena: en 1849, «Le Prophète» (Meyerbeer) cuyo personaje Fidès interpretó más de doscientas veces; en 1851, «Sapho» (Gounod), en 1859, «Orfeo» (Berlioz). Tantos afanes resintieron su voz pero aún lograría grandes éxitos con «Fidelio» (Beethoven), «Alceste» (Gluck), «El trovador» (Verdi) e, incluso, colaboró con Wagner en el papel de Isolda en una lectura de Tristán. Finalmente, abandonó la escena en 1863, tras haberla enseñoreado 26 años. Pero se mantuvo en el candelero social y profesional: como consumada pianista, admirada por sus interpretaciones de Chopin, excelente compositora tanto de operetas sobre textos de Turguénev («Trop de femmes», «L’Ogre», «Le Dernier Sorcier», «Cendrillon») como de canciones en francés, español, ruso y alemán, y profesora de canto, cuyos métodos legó en «Una hora de estudio: Ejercicios para la voz» (1880). El año 1883 le fue nefasto: perdió en cuatro meses a su marido y a su amante (y quizá, padre de Paul, su cuarto hijo). Pasó un período de desesperación en el que, incluso, intentó suicidarse, pero aquella mujer menuda era de acero y a sus 62 años resurgió dedicándose a guiar las carreras de sus hijos, a la enseñanza de bel canto y composición y a su activo salón musical del boulevard Saint Germain, donde los jueves organizaba conciertos Allí interpretaron sus obras Massenet, Saint-Saëns, Grieg o Chaikovski. Se fue apagando paulatinamente, víctima de reuma y ceguera, pero, casi nonagenaria, tuvo momentos de interés por lo que fuera su mundo, relámpagos de brillante cultura europea a la que tanto había dado: en 1908, Diáguilev organizó la «temporada rusa de París» con conciertos de Rimski-Korsákov, Glinka, Borodin, Chaikovski o Rachmaninov. Musorgski presentó su «Boris Godunov» fuera de Rusia, cantada por el gran Chaliapin y los ballets rusos hacían furor mientras, el 18 de mayo de 1910, Pauline se dormía en un sillón y no despertó… dicen que en su sueño final solo murmuró «Norma», acaso fugaz recuerdo de triunfos memorables en Rusia.

La revolución del libro

Aspecto interesante en esta obra es la revolución del libro apoyada en la alfabetización, que en Francia, avanzó al 20% en el siglo XIX. El libro adquirió enorme prestigio pero era casi inaccesible para los salarios populares. La situación mejoró gracias a la modernización de la imprenta, fabricación de papel, extensión del ferrocarril que permitía que los textos editados en París o Londres estuvieran un día después en ciudades distantes: en Gran Bretaña se llegaron a vender cientos de miles de ejemplares de las obras de Walter Scott, de las «Fábulas» de La Fontaine o de «Las desventuras del joven Werther», de Goethe. Al tiempo, la oferta de títulos creció vertiginosamente y apareció la novela por entregas.