Aníbal cruza los Alpes (en elefante)
Decidido a derrotar a Roma a cualquier precio, el caudillo cartaginés emprendió una hazaña logística, el paso de montañas que solo un semidiós como Hércules había hollado
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En el año 218, Aníbal Barca se hallaba en el suroeste de la moderna Francia, dispuesto a dar el salto a Italia y conducir la guerra a suelo romano. Meses antes había partido de Hispania y traía consigo un ejército multiétnico, en el que destacaban los guerreros hispanos, cartagineses, jinetes númidas (de la moderna Argelia), galos y una treintena de elefantes africanos.
La posibilidad de descender hasta la línea de costa y rodear los Alpes por el sur se desestimó muy pronto, pues se temía que sus tropas quedaran a merced de sus rivales, que dominaban los mares. De modo que Aníbal optó por ejecutar una hazaña digna de dioses: hacer que un ejército entero escalara la cordillera de los Alpes, atravesara el muro de roca y hielo que se erguía ante ellos y descendiera por la orilla opuesta. Unos 38.000 combatientes a los que sin duda habría que añadir un contingente de esclavos cuyo número se desconoce. Hablamos de una cifra cercana a la de la población actual de la ciudad de Soria. Ahora imaginemos ordenar a Soria entera subir a los Alpes y descender de nuevo por la orilla opuesta para, a continuación, conquistar Italia y someter a Roma. Se trataba de una apuesta insólita y muy arriesgada que sorprendió a todos, en particular a sus rivales que, tal y como refiere el historiador Polibio, cuando tuvieron noticias de ello quedaron pasmados ante la audacia y coraje del cartaginés.
El ejército alcanzó las faldas occidentales de la cordillera sin dificultad, pero a medida que penetraban en valles estrechos y de accidentada orografía, comenzaron los enfrentamientos. Los alóbroges, pueblo céltico que habitaba en la región, se adelantaron a ellos para ocupar puntos estratégicos del camino desde los que esperaban tenderles emboscadas, pero Aníbal observó que cada noche abandonaban las cumbres para pernoctar en un poblado cercano. Astutamente, hizo que su ejército mantuviera la marcha como si no supieran nada y, al llegar la noche, ordenó que encendieran hogueras. Tomó consigo a un contingente selecto de hombres y se apoderó, al amparo de la oscuridad, de las posiciones que tan irresponsablemente habían descuidado los galos. A pesar de ello, estos se decidieron a atacar y se lanzaron sobre los cartagineses, que sufrieron numerosas bajas, aunque no tanto a causa del combate con el enemigo sino porque toda vez que un caballo era herido, caía sobre las acémilas y estas se precipitaban al vacío por los precipicios, llevándose consigo a muchos hombres y las provisiones que cargaban. Aníbal ordenó entonces que aquellos de sus hombres que habían tomado las alturas descendieran y atacaran a los galos por la espalda, poniéndolos en fuga. Al día siguiente reanudó la marcha. Al cuarto día le salieron al encuentro los habitantes locales con coronas y ramos de olivo, en gesto de amistad. Aníbal entabló una alianza con ellos y tomó a algunos como guías. Así continuaron dos días más hasta que, al llegar a un desfiladero muy escarpado, un gran número de bárbaros que les venía siguiendo atacó su retaguardia, sin duda en connivencia con los falsos guías que les habían conducido. La situación era extremadamente grave. Llegó la noche, y Aníbal se vio obligado a pernoctar con la mitad de sus tropas en un lugar yermo y rocoso. Al día siguiente descubrió que el enemigo se había retirado, y pudo reunirse con el resto.
Bandas de hostigadores
A partir de ese punto entró en una región apenas habitada, por lo que la resistencia se redujo a pequeñas bandas de hostigadores que apenas tuvieron efecto alguno. Al cabo de nueve días llegó a la cumbre, donde acampó y dio dos días de descanso a sus hombres. Curiosamente, muchas acémilas y caballos que días antes se habían perdido, siguieron el rastro de las tropas y regresaron dócilmente. Pero entonces comenzaron a caer fuertes nevadas y la moral decayó. Aníbal trató de insuflarles ánimo señalándoles la llanura padana, que se divisaba, y la proximidad de su destino. Al día siguiente comenzó el descenso, y con él, el infierno. La nieve ocultaba los caminos. Además, una primera capa cubría otra ya no de nieve sino de hielo que hacía que los hombres y las bestias resbalaran y cayeran por la pendiente. En un momento dado, alcanzaron un lugar tan angosto que ni las bestias ni los elefantes podrían cruzar. Aníbal ordenó excavar un túnel en la roca por el que pasó su ejército. Tras quince días de penurias y la pérdida de numerosas vidas y animales, alcanzaron la llanura del Po. Pero su gesta no había tocado fin. Acababan de pasar por un infierno de hielo y roca, ahora entraban en un infierno de hierro y sangre: la guerra con Roma.
Para saber más...
La Segunda Guerra Púnica (II). El paso de los Alpes, Desperta Ferro Antigua y medieval (n.º 59), 68 páginas, 7 euros