Neil Young, balance de daños
Publican en España la monumental biografía del angustiado músico canadiense: «¿Para ser artista hay que ser inflexible? Yo sí lo soy».
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Es el rockero de las angustias, el paleto del norte en camisa de franela que canta con el corazón sangrando. Neil Young (Ontario, 1945) canta como un animal desvalido, con esa voz quebradiza que es el símbolo de la dicotomía que encierra en su interior: la de un salvaje frágil. La del larguirucho con determinación de hierro. Como le definió el ilustre Ahmet Ertegun (fundador de Atlantic), «Neil era un tipo raro. Me costaba entender sus planteamientos musicales y tenía esa voz rara, temblorosa, era como contemplar un cuadro cubista. Cuando miras un Picasso, piensas: ‘‘No tengo ni idea de qué va esto’’. Pero cuando ves el conjunto, es espectacular». El canadiense es uno de los artistas más influyentes de la historia tanto por su obra como por su actitud ante el negocio. Ingobernable, terco, ensimismado. Pero sólo así se puede triunfar en el rock en los sesenta y los setenta y contar dónde se ganaron las cicatrices. Ha sobrevivido fiel a su estilo: haciendo las cosas de forma más inesperada.
Young ha interrumpido giras multimillonarias (con CSNY) por ir a tocar con una banda chapucera (sus queridos Crazy Horse), ha renunciado al éxito apabullante para grabar unos discos etílicos, ha cancelado giras y discos, se ha negado a que se publiquen recopilatorios (excepto si contamos «Decade», que era un tanto excéntrico), y cada una de sus etapas musicales ha sido más desafiante que la anterior. Y su vieja guitarra negra cada vez más chirriante. La gran biografía de Young, «Shakey» –que es el título del libro y un apodo familiar–, aparece publicada ahora en castellano como testimonio de que el rock and roll es la forma más verosímil de que existe el realismo mágico pero muy al norte de Macondo. La insobornable carrera de Neil Young sigue ejerciendo una fuerte influencia, al contrario que otros músicos de su generación que, si siguen vivos, han pasado a ser tótems que aún dan conciertos. De Young acaba de traducirse al castellano también la autobiografía «El sueño de un hippie» (Malpaso), pero la lectura de sus páginas, deslavazadas y delirantes (¿qué esperaban?), no se puede comparar con el trabajo que durante más de una década llevó a cabo Jimmy McDonough en «Shakey»: todas las voces autorizadas –familiares, camareras, roadies, camellos, músicos, hasta Denis Hopper o Jim Jarmusch–, incluido el propio Neil Young, por supuesto, hablan en este extenso libro, que se lee a ritmo frenético.
Al norte, en Canadá, Young se crió entre grandes tortugas, inmerso en la vida de un pueblecito aliado con la geología: a través de las grandes llanuras llegaban las ondas de radio de Nueva Orleans. Un lugar donde se pagaban las chapuzas con zanahorias pero todo el mundo tenía un pariente en Inglaterra que enviaba discos. De allí salió con dos complejos: el primero, su extrema delgadez (contrajo la polio y estuvo a punto de morir) y el segundo, la desintegración de su familia. Young quedará a cargo de su madre, Rassy, una señora realmente malencarada y a la que llegará a profesar verdadero pánico, a pesar de que fue su único apoyo para ser músico, e incluso le prestó dinero para comprar un coche fúnebre de segunda mano con matrícula de Ontario, con el que hizo su entrada en Los Ángeles, el inicio de su carrera. Era todo lo que se podía permitir de segunda mano. Miles de jóvenes malviven tratando de ser músicos y el joven Neil, por aquella época es vulnerable, receloso. «No encajaba, se sentía diferente y aterrorizado. Estaba en esa delgada línea del filo de la cordura», dice de él Joni Mitchell. Era un hecho: Young empieza a sufrir ataques epilépticos provocados por sus propias obsesiones e inseguridades, que le duraron años. Se desplomaba en el escenario. Incluso fue sometido a un neumoencefalograma, una prueba en la que le horadaban el cráneo estando consciente para liberar presión interior. Sufrió lo indecible pero no sirvió de nada. ¿Que cómo los superó? Como lo hace todo en la vida: un día decidió que nunca más los tendría y los dominó. En Fundó Buffalo Springfield con Stephen Stills, robándole el nombre a una excavadora que definía su personalidad como banda: torpes dentro del estudio, demoledores en los conciertos en el Whisky a Go Go, donde se alternaban con The Doors. Stills era la otra potencia musical aunque se sintió eclipsado desde el comienzo, celos que se acentuaron al fundar el supergrupo CSNY (Crosby, Stills, Nash and Young) aunque, extrañamente, sus carreras siguieron paralelas durante años.
Huraño y tímido
«Neil llevaba una gran carga a cuestas, tanto a nivel físico (la polio, la epilepsia) como emocional. Neil no encajaba, nunca encajaba. Se moría de ganas por ser uno más, pero nunca lo conseguía. Siempre arrastraba un gran sufrimiento interno», dice su amiga Donna Port. Era desgarbado, testarudo, ensimismado, huraño y tímido. Y un líder. «Los Ángeles era un desfase en esos tiempos, pero yo era muy inocente. ¿Para qué iba a tomar drogas? Yo ya estaba loco, daba igual lo que tomase», responde Young, que nunca probó la heroína, aunque sí enormes cantidades de marihuana y, sobre todo, alcohol en sus años más oscuros.
Sin embargo, lo que hace grande la biografía de Young son los secundarios que entran en escena. McDonough los retrata como en una novela negra y es que, como mínimo, algunos de los compañeros de «troupe» de Young son bizarros. Malvados, drogadictos, despiadados, iracundos... como Elliot Roberts, el mánager del músico, quien trató de parar la publicación de la biografía. «No te vamos a joder del todo, solo te meterán el dedito», le dice al periodista. A Jack Nietzsche, el arreglista de Young durante décadas, le rompió el corazón una cantautora que ni siquiera era de su agrado. Nietzsche era perverso, cínico, cruel. Un blanco que odiaba a los blancos, alababa la muerte y hacía llorar a los músicos. David Briggs, su productor, descubrió que no era un individuo, sino una franquicia. Su padre tenía varios hijos con el mismo nombre por todo el país. Era un demonio, sólo Young le paraba: «Si tú y yo estuviéramos siempre de acuerdo, David, sobraría uno de los dos. Adivina quién», le dijo en una ocasión. Y qué decir de los Crazy Horse, el grupo de rock más rudimentario y espectral de la historia. «Se equivocan en los cambios, las melodías son patateras. Tienen canciones absurdas que no acaban nunca y repeticiones que rozan lo demencial», dice el autor. Músicos legañosos con dos manos izquierdas, en las antípodas de todo ese refinamiento y milimétrico control de CSNY que el músico canadiense terminó por detestar. Cuando sumó su inicial a CSN, Young era «el doctor muerte». Nada de farándula, nada de cocaína, era el Clint Eastwood de la música. Serio y firme, pero capaz de portarse como un chiquillo malcriado». Lo era: tenía 23 años. Estuvo en Woodstock, tocando con CSNY, pero no hay resgistros. ¿Por qué? Sencillo: se negó a ser grabado. Amenazaba al operador de cámara con «meterle una hostia» si se le ocurría sacarle. «Todos los demás estaban pendientes de la televisión. Eso era una mierda. Me parecía patético y para mí eso fue cuando se materializó el mercado. ¿Yo era ingenuo? Puede que sí, pero entiendo por qué Bob Dylan no quiso ir a Woodstock».
Young publicó una tetralogía acústica memorable: «Neil Young», «Everybody Knows This Is Nowhere», «After The Gold Rush» y «Harvest», que casi forman un conjunto sonoro, un paisaje de su vida como un nómada, de su rancho en California. Aunque grabados discontinuamente, forman un todo. Sin embargo, un suceso quebró su aguante. Llegaron los perversos setenta y la heroína acabó con Danny Whitten, guitarrista en Crazy Horse. Aquello devastó a Neily Young, que escribió «The Needle and the Damage Done» («La aguja y el daño causado») incluida casi como cierre en Harvest, justo antes de inaugurar una trilogía: narcótica, alucinada. Una etapa en la que José Cuervo (no una persona, sino el tequila) pasó a ser el sexto miembro de la banda de pleno derecho. Neil Young pasó años oscuros totalmente fuera de lugar, «como una juerga en un velatorio», describe McDonuough. Para enderezarse un poco, se dio un a tercera oportunidad con CSNY. «Hicimos una gira por el arte y la música, otra por las chicas y otra por la pasta», dice Young. Da igual, porque todas fueron un absoluto desastre por los egos y la cocaína en la que el propio Young cayó. La gira fue un escándalo por la pena que dieron en directos faraónicos. Para colmo, la vieja historia del dinero menguante. Facturaron 11 millones pero se llevaron 300.000 dólares. El resto se esfumó en ostentación. En ese momento, Young volvió a recomenzar. Acababa de romper con su segunda mujer y volvió a llamar a Crazy Horse. Pero aún tuvo tiempo de reinventarse varias veces. Acercarse al heavy, introducir cajas de ritmos, volver incluso a grabar con CSNY. El eterno retorno es una constante en la vida del canadiense que fue incluso premiado por la MTV y admirado por Kurt Cobain o Eddie Vedder. Tanto, que el líder de Nirvana citó su verso «es mejor arder que consumirse lentamente» (en «My My, Hey Hey (Out of the Blue)» en su nota de suicido y Young le dedicó todo un disco, «Sleeps with Angels». Se fue de gira con Social Distortion y con Sonic Youth,realizó documentales, estuvo nominado a un Oscar, se involucró en causas sociales, compuso sin parar. Ha escrito 46 álbumes y más de 400 canciones fiel a su estilo minimalista, impenetrable. Muchas de ellas hablan de sentimientos que están en esta biografía, que a Young no le gustó demasiado. Porque es un cascarrabias.