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Cuando la vida es más que literatura

Su padre lo dio en adopción después de que su madre falleciera como consecuencia del parto y este hecho es fundamental para entender la importancia de la infancia en su obra
Efe

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Como el propio Juan Marsé dijo en alguna ocasión con un terrible sentido del humor, él había nacido más allá de sus posibilidades. Vino a la vida en una casa señorial del barrio burgués de Sarrià, la llamada zona alta de Barcelona, justo lo contrario a lo que le correspondía por clase social y posibilidades de sus padres. Joan Faneca Roca nació sobre las once de la noche del día 9 de enero de 1933 en una casita aneja al jardín familiar de la casa en la que sus padres, Domingo Faneca y Rosa Roca, trabajaban en servicio; él de chófer y ella, en tareas domésticas. Vendría a ser como si el niño Pijoaparte hubiese nacido en la noble casa de Teresa, claro que Marsé nunca quiso hacer este juego, ni siquiera jugar a la autoficción. Era una historia demasiado verdadera en la que cualquier ficción la acabaría falseano con ese “sonajero” de adjetivos que tanto detesteba. Seco y entrañable como la vida misma.
Su madre tuvo un mal parto y, el 1 de febrero, murió en la misma cama donde dio a luz a su hijo. Era el segundo, antes había nacido Carmen. Ella fue enterrada en el cementerio de Les Corts en un nicho de alquiler, pero en 1936 sus restos fueron exhumados y acabaron en una fosa común, de la que no se sabe ni el lugar, ni documento alguno que atestigüe donde descansan sus restos. ¿Puede haber más olvido? Sólo se sabe, como ha investigado Josep María Cuenca en la biografía “Mientras llega la felicidad” (Anagrama, 2015), que el padre dejó de pagar el alquiler del nicho.
Padre e hijo dejaron la casa de Sarrià -el número 7 de Mañe i Flaquer- y bajaron a la ciudad, al barrio de Gracia. En una habitación de la casa de la familia Faneca, la que se utilizaba para coser, se instalaron Mingo, como llamaban al padre, y el hijo. Un día apareció un matrimonio que, al parecer, conocía a Domingo y les entregó a Joan, tal y como habían acordado. Tampoco se sabe cómo les conoció, aunque el propio Marsé relató una historia: su padre, desesperado, le contó el drama de haber perdido a su mujer en el parto de su hijo y no saber qué hacer con él. El taxista se ofreció a quedárselo. Cuando recogieron a Joan dijeron que también ellos habían perdido a su hijo y necesitaban otro para compensar ese dolor. Cuenca, sin embargo, no ha encontrado documento alguno en toda Barcelona que dijerse que Josep Marsé Balagué y Alberta Carbó Borrell habían perdido un hijo. Así nació Juan Marsé Carbó, el escritor que falleció ayer y no quiso contar su propia vida porque sólo es vida, no literatura.
Domingo Faneca estuvo un tiempo más en la habitación de coser, hasta que un día desapareció y nunca más se supo de él. Se volvió a casar y al terminar la guerra fue internado en un campo de concentración, parece ser que por Pamplona, hasta que, en 1941, apareció en la primera comunión de Joan, que se celebró en Sant Julià de l’Arboç, pueblo del interior de Tarragona donde pasó la guerra con sus padres adoptivos. Hay una fotografía en la que Domingo aparece con Juan Marsé -aunque todavía con apellido Faneca-, en la boda de su hermana Carmen: el padre es un hombre serio, sombrío, oscurecido por sombras indescifrables; tiene una mano puesta en el hombro del hijo -apenas se ven sobresalir los dedos-, que ,también serio, parece despreciar el roce. De aquel encuentro, que sería el último, le dijo a su biógrafo: “Cuando vi a mi padre biológico por segunda vez había en mí una posición como de rechazo. No sentí ningún deseo de establecer intimidad alguna con él, ni sentí curiosidad por nada relacionado con él”.
Fue cuando salió por primera vez fuera de España, a París, como era preceptivo, cuando Joan Faneca Roca cambió su nombre por Juan Marsé Carbó. El 20 de mayo de 1961. Ya para entonces, trabajaba en un taller de joyería y había publicado “Encerrados con el mismo juguete” (1960).
La mayoría de sus novelas, todas si se quieren, pueden leerse desde este paisaje en el que un hombre, siempre sólo, ajusta cuentas con la vida, con su pasado; buscando una ubicación en el mundo, un lugar donde echar raíces, no demasiadas, como las macetas que hay que regar. Así que el problema de la identidad en Marsé es complejo y, aunque tiene amarres personales fuertes, sobre las razones históricas prima la verdad de la vida misma. En las novelas de Marsé siempre regresa alguien, siempre hay redención. “Si te dicen que caí” termina así: “Hombres de hierro, forjados en tantas batallas, soñando como niños”. Se lo había oído decir a su padre: “Llorando como niños por las tabernas”.