Ciudades perdidas de la antigüedad: Alejandría, el faro cultural del mundo antiguo
La fundó Alejandro Magno, le dio fama Cleopatra y la prendió fuego Julio César.
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En el año 331 a.C. una intuición genial llevó a Alejandro III de Macedonia, llamado El Grande, a establecer una ciudad en el Delta del Nilo. Ya era antigua la relación de los griegos con el país del Nilo, al que miraban con una mezcla de admiración, respeto y envidia y del que se sentían en parte deudores en los planos cultural, político y religioso. Por eso, cuando el monarca macedonio arribó a tierras egipcias como un libertador frente al dominio persa, se hizo nombrar faraón y visitó el famoso oráculo de Zeus Amón en Siwa, pretendiendo casi ser descendiente de aquel dios, hizo una parada estratégica en un lugar emblemático del Delta del Nilo, situado entre el mar y el lago Mareotis y enclavado de forma magnífica entre dos puertos. Allí, según nos cuenta Plutarco en la «Vida» que dedicó al conquistador macedonio, Alejandro decidió fundar una de sus muchas «Alejandrías», dentro del reguero de ciudades que llevan el nombre del mítico rey y que jalonan su ruta de conquistas por todo el mundo conocido de aquel entonces. Sin duda, esta Alejandría tendría ecos muy resonantes y el carácter visionario de su fundador solo puede compararse acaso al de los holandeses que compraron la isla de Manhattan a los indígenas o, algo más atrás en el tiempo, al genial Constantino, cuando refundó la vieja Bizancio con su propio nombre.
El caso es que Plutarco refiere con detalle la anécdota de la fundación de esta ciudad de Alejandría «apud Aegyptum». Alejandro mandó trazar el perímetro de sus muros y sus calles con grano de cebada, al no tener la tierra caliza que pedía la vieja costumbre, pero los pájaros acudieron y se comieron todo lo que había sido vertido. Lejos de ver esto como una profecía ominosa, los sacerdotes que acompañaban al monarca, que siempre supo rodearse de un gran aparato propagandístico en cuanto a temas religiosos, interpretaron el vaticinio diciendo que aquella ciudad sería hollada por gentes de muchas razas y lenguas y que daría de comer a una enorme población.
Ciudad irrepetible
Y en efecto, Alejandría fue la ciudad más populosa de su tiempo, el faro de toda la cultura helénica, con una bulliciosa y vibrante comunidad judía y, posteriormente romana y bizantina, hasta llegar al mundo islámico. Fue una ciudad irrepetible y maravillosa que, por desgracia, se perdió luego en la noche de los tiempos. La actual Al-Iskandariya egipcia, de unos cinco millones de habitantes, alberga en algún lugar de su interior y su costa retirada lo que fue otrora la antigua Alejandría, con sus grandes avenidas, el Museo y la Biblioteca, en el complejo palacial de los reyes helenísticos de Egipto, los descendientes de Alejandro por vía de su lugarteniente Ptolomeo Lago, también llamados Lágidas. Y, por supuesto, el propio emplazamiento de la misteriosa tumba de Alejandro, un mausoleo que vieron por último los emperadores romanos que visitaron la ciudad en la antigüedad tardía y del que, como de la legendaria biblioteca, nada ya se sabe. El Faro, el doble puerto, las instalaciones culturales y deportivas, el Serapeo y otras maravillas de esa enorme ciudad que deslumbrara a la antigüedad y a sus cronistas están sepultadas en algún lugar desconocido debajo de la actual urbe.
La paradoja de esta cuarta ciudad perdida de la antigüedad es que sabemos más o menos dónde está, porque actualmente se le superpone la metrópolis egipcia de bullicioso impulso. Pero también precisamente por ello es tan difícil sacarla a la luz, aunque algunos vestigios de su gloria se pueden ver hoy en el museo arqueológico de la ciudad. El trazado de la costa ha cambiado mucho y las capas sucesivas de construcciones y tierra han sepultado para siempre aquella fastuosa capital de los Ptolomeos, que fue encomiada sin parangón desde la época de Alejandro hasta incluso después de la conquista árabe, en el siglo VII. La gran esperanza y la herramienta que está dando frutos muy prometedores es la arqueología submarina, que ha revelado algunos de los misterios de la vieja Alejandría, que reposan en el fondo del Mediterráneo. Se han rescatado, por ejemplo, 36 fragmentos del faro, que se han trasladado al teatro romano de la ciudad, así como estatuas e inscripciones y un cementerio de barcos con varios pecios muy reveladores del rico comercio de la ciudad. Las portentosas ruinas subacuáticas, que han sobrevivido a terremotos tardoantiguos y medievales, han sugerido a las autoridades la necesidad de construir un museo que las albergue. El futuro nos deparará sin duda hallazgos extraordinarios que ya han empezado a surgir más allá de la atractiva «corniche» que recorre el paseante actual, y en la que se puede ver la nueva Biblioteca. Por eso, con justicia, podemos clasificar a esta ciudad de Alejandro, aquella que proféticamente fue fundada para alimentar a tantas bocas, como la cuarta de las metrópolis de la antigüedad perdidas y rescatadas.