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Historia

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El sueño de Nabucodonosor y los arbitristas del Siglo de Oro

Alegoría de la Real Ordenanza para el establecimiento e instrucción de intendentes de ejército y provincia en el reino de la Nueva España de 1786
Alegoría de la Real Ordenanza para el establecimiento e instrucción de intendentes de ejército y provincia en el reino de la Nueva España de 1786La RazónLa Razón

Un memorial del Fondo Monetario Internacional de 2018, me llamó mucho la atención en su día, y hoy lo traigo a colación. Me refiero al de Vítor Gaspar, Jason Harris y Alexander Tieman «La riqueza de las naciones: Los gobiernos pueden administrar mejor lo propio y lo adeudado». En él se recomendaba una nueva vía de incremento de la riqueza de las naciones, que había de provenir de una mejor utilización de los recursos de los Estados. Uno de sus sugerentes párrafos decía así: «Todos los gobiernos pueden mejorar la gestión de sus recursos. Para empezar, deberían recopilar los datos necesarios para realizar una estimación aproximada de los activos, los pasivos y el patrimonio del sector público. Con el tiempo, el uso de mejores prácticas contables y estadísticas en la recopilación puede mejorar la precisión de dichas estimaciones». Si en la actualidad, estamos como antes de la época preestadística, es para echarse a temblar. Por lo demás, es una tautología que si los Estados manejaran con acierto y tino sus recursos propios, rebajarían ágilmente sus pecaminosas tentaciones de incrementar los impuestos, todos y a todos, para recaudar más y permanentemente.Pero, ¿es que no lo hacen?

A mi modo de entender, el informe en cuestión no tiene desperdicio. Pero, como diría aquella familiar mía, algo senequista, «para este viaje no necesitábamos alforjas», o también, «¡han descubierto el Mediterráneo!». Y digo todo esto, y me quedo corto, porque si se supiera más Historia, pero de la analítica y científica «otro gallo nos cantaría». Esto de que el Estado gestione mejor lo que le es propio para incrementar sin perjuicio de los ciudadanos su PIB (u otrora sus ingresos), es asunto ya muy machacado en el pensamiento clásico español. Curiosamente, en el de la Escuela de Salamanca, o en el de las calles o las losas de palacio, desde el siglo XVI.

En España (y en los territorios de la Monarquía de España, que para muchos efectos tanto da, pues era un Imperio funcional) desde tiempos de Carlos V se pensó en la importancia de gestionar correctamente los recursos de que se disponía, o de los que no se disponía (préstamos internacionales), o de los que se presuponía que se iba a disponer (el tesoro americano). Para ello se creó en 1525 un Consejo de Hacienda, constituido, a diferencia de los otros Consejos de la Monarquía, por «técnicos», por gentes versadas en aquello de las contadurías, la subida de los precios, la masa monetaria, la moneda y su valor, las recaudaciones, los préstamos y todos sus contrarios. La Real Hacienda no se manejaba a golpe de capricho y despiste. Que en algunas decisiones se equivocaran, no hay duda: la lección está aprendida y hogaño las administraciones no yerran.

Por otro lado, entonces existía –al menos en la Corona de Castilla– el «deber de consejo», esto es, la obligación de los vasallos de prestar su experiencia u opinión experta al rey. Se hacía desde las Cortes, pero en materia económica, se les invitó a hacerlo también a los particulares. El estímulo consistía en darle un tanto por cierto de lo recaudado al autor del memorial si su arbitrio» o «aviso» (palabras clave) se ponía en ejecución. De esta manera, todos aquellos que tenían una idea de cómo sacar dinero, la propusieron. Esas ideas se examinaban, bien el memorial escrito, bien de viva voz una vez expuestas las líneas maestras del arbitrio ante algún consejero, y en su caso, el aviso se ponía en ejecución.

En un principio, los avisos fueron de carácter fiscal (tiempos de Carlos V y parte del reinado de Felipe II, pero paulatinamente fueron proponiéndose arbitrios técnicos (patentes de invención), políticos, sociales y de todo tipo. La base fundamental de todo era que el rey poseía unas regalías que le estaban ocultas, bien por desconocimiento suyo, bien por ocultamiento y el buen vasallo le daba aviso de en dónde estaban y cuánto podría sacar de su explotación: unas colmenas acá, un banco de pesca allá, una mina en el otro sitio..., o si se obligaba a criar cerdos a todos los moriscos y no querían hacerlo, se les podría multar y recaudar no sé cuántos ducados. O mejor aún, venderles una exención a esa obligación. O vender un oficio, o un título nobiliario, o la jurisdicción en primera instancia de una comarca, o requisar el superávit de los ayuntamientos y destinarlo a lo que el Consejo Real decidiera, o poner un sello en los documentos que se elevaran al rey o a sus Consejos (lo hemos llamado «pólizas»), o cobrar por aparcar en la calle, o lo que sea. Pero también, cómo hacer que la Monarquía fuera más poderosa, para bien de la riqueza de todos.

De esta manera, el rey podía ver incrementados sus ingresos, sin tener que contar con las incómodas negociaciones con las Cortes, tan criticonas. Pero lo hacía con una condición: que se le descubrieran regalías ocultas y que si se impusiera algún arbitrio, no fuera con daño a terceros. Todo un juego de malabares. Algunos llegaban a proponer cosas que eran, incluso, con beneficio para el «pueblo». Toda la Real Hacienda, pero también la política, y el desarrollo técnico, y la vida social, vivió al amparo del arbitrismo. Fue una economía popular, nacida del pueblo, quiero decir. El Conde Duque de Olivares, que fue un gran hombre de Estado (en líneas generales) poseía en su biblioteca centenares de arbitrios presentados ya en tiempos de Felipe II. En Simancas los hay por miles. Los autores eran gentes normales y corrientes, de todo tipo y condición. Algunos, los menos, prepararon sesudos memoriales y los publicaron (que es lo más conocido) a partir –sobre todo de 1600– y con coletillas en los títulos similares a «política necesaria y útil restauración de España»; «remedio universal...»; «desempeño universal...», etc. Este tema del arbitrismo da para mucho más: hubo miedo a que el sueño de Nabucodonosor se repitiera sobre el Imperio español (Daniel 2, 31-35). Todos tenían, o tuvieron su punto de arbitristas, de pensadores económicos o sociales. Todos tenían una respuesta única y universal para los males de la Monarquía (léase el Estado). Hubo grandes arbitristas, que buscaban acabar con la «república de los hombres encantados» que gracias a la riqueza de Indias podían vivir sin trabajar, sin darse cuenta de la necesidad del estímulo que es y la dignidad que da, la laboriosidad y que solo el trabajo da riqueza a las naciones. Dios nos libre de que la política sea dirigida por arbitristas demagógicos (de los malos). Pero que nos libre pronto, que parece que se ha olvidado de nosotros, pecadores. ¡Y que me digan que los españolitos no tenían mentalidad economicista!