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Blas de Lezo y la defensa de Bocachica

En 1741, una ofensiva británica amenazó la estratégica plaza española de Cartagena de Indias. Blas de Lezo y un brote inesperado de fiebre amarilla frustrarían sus planes y aspiraciones
Desperta Ferro
La Razón

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«Para venir a Cartagena es necesario que el rey de Inglaterra construya otra escuadra mayor, porque esta solo ha quedado para conducir carbón de Irlanda a Londres, lo que mejor les hubiera estado y no emprender conquistas que no pueden conseguir». Tales palabras, atribuidas a Blas de Lezo, las pronunció en realidad el alférez Ordigoisti, capturado por los británicos en el castillo de Bocachica, justo antes de ser liberado en vísperas de la retirada de la escuadra que había tratado de apoderarse de Cartagena de Indias, primera escala de la ruta de la Flota de Indias en América y principal puerto del virreinato de Nueva Granada, como se cuenta en este especial. Objetivo codiciado por piratas y corsarios, desde finales del siglo XVII fueron armadas enemigas de la Corona española las que pusieron sus miras en la ciudad.
El ataque británico de 1741 fue la mayor amenaza que afrontó Cartagena. Con una opinión pública enfervorizada y deseosa de poner fin al monopolio español en América, el Gobierno de Robert Walpole envió al Caribe la mayor expedición anfibia organizada hasta entonces por Gran Bretaña, cuyo mando recayó en el vicealmirante Edward Vernon. Este se encontró con un puñado de defensores capitaneados por hombres duchos en su oficio, como el teniente general de la Real Armada, Blas de Lezo, y virrey Sebastián de Eslava. A sus cincuenta y dos años, el marino vasco afrontaba su prueba más dura, puesto que no solo se enfrentaba a un enemigo mucho más numeroso, sino que su fuerte personalidad chocó de pleno con la de Eslava, con quien mantendría una dura pugna durante y después de la batalla hasta su fallecimiento por enfermedad.
La lucha fue enconada y los defensores se vieron contra las cuerdas. Las baterías de San Felipe y Santiago, construidas por el ingeniero Juan de Herrera y Sotomayor en la isla de Tierra Bomba, donde en 1697 habían desembarcado los hombres del barón de Pointis, se revelaron ineficaces para impedir ulteriores desembarcos en la zona aledaña al castillo de San Luis, que guardaba el estratégico acceso a la bahía de Cartagena, el canal de Bocachica. Herrera tenía un gran concepto de sus obras, «de las más inexpugnables fuerzas que haya en la América, […] y todo en tan corto terreno en que se consigue tener duplicado el fuego en tan corto espacio que es el modo que se ha de observar en América en las construcciones de fortificaciones para que se logren las defensas con la menos gente que se pudiere». A la postre, sin embargo, la escasez de defensores y el fuego británico neutralizaron con rapidez ambas posiciones, «a pesar de los disparos del enemigo, que alcanzaron a muchos de los nuestros en la cabeza», como comentaría Tobias Smolett, cirujano del Chichester. Sin embargo, Lezo estaba al mando de la defensa de Bocachica con sus buques, y la disputa fue tenaz pese al desmoronamiento de la primera línea.

Por mar y por tierra

Los británicos procedieron a erigir una batería para bombardear San Luis y establecieron sus campamentos dentro del alcance de los cañones españoles, una decisión, en palabras del cáustico Smollett, «que nunca antes se ha realizado, [y] fue llevada a la práctica con el objetivo, me imagino yo, de acostumbrar a los soldados a soportar el fuego del enemigo». En realidad, el bombardeo británico convirtió el castillo en un infierno para sus defensores, a los que dirigía el coronel de ingenieros Carlos Souvillars de Desnaux, de origen suizo. Este oficial dejó patente en su diario la intensidad del cañoneo por mar y por tierra en los compases finales, del 2 al 5 de abril: «Destinando para esta empresa trece navíos de guerra, los mejores que tenía [Vernon], y el día de Pascua a la una de la tarde, vinieron a felicitarnos los que con la batería de tierra y todos los morteros, en un fuego tan cruel, que no es posible imaginarlo».
Los buques británicos, al mando del comodoro Lestock, se aproximaron más que en ningún otro momento al castillo, desde donde los artilleros y servidores de las piezas españolas respondieron a su fuego, como también lo hicieron los navíos de Lezo, el Galicia, el África, el San Carlos y el San Felipe, y la batería de San José, en la isla de Barú. El cañoneo fue ensordecedor, «siendo tanto los fuegos de mar y tierra de los enemigos y nuestros, que parecía estarse haciendo ejercicio con el fusil, según la muchedumbre de tiros, y lo frecuente de las descargas», como reza otro diario del asedio.
La respuesta de los defensores fue eficaz, pues obligó a los buques británicos a batirse en retirada con desperfectos, en particular, en el Boyne, el Prince Frederick, el Hampton Court y el Suffolk. Lord Aubrey Beauclerk, capitán del Prince Frederick y nieto de Carlos II de Inglaterra por vía ilegítima, perdió la vida en el puente de su navío. En tierra pereció Moor, el único ingeniero capacitado de la fuerza expedicionaria. A la postre, no obstante, el virrey Eslava ordenó el abandono de la plaza y el hundimiento de diversos navíos para bloquear el canal, lo que dejó a los atacantes como dueños de la posición.
Vernon se apresuró a cantar victoria, seguro de la inminente caída de la ciudad, pero poco después las enfermedades tropicales diezmaron por completo sus tropas. En un último y desesperado intenso de salvar su honor, ordenó un ataque a la colina ocupada por el fuerte de San Lázaro, que dominaba Cartagena. Smollett, de nuevo con cínico sarcasmo, escribió que «se ejecutaron las órdenes y con el esperado éxito, pues el enemigo les ofreció una recepción tan cordial que la mayor parte del destacamento estableció su residencia para la eternidad en el mismo lugar». El fracaso llevó a la caída de Walpole y enfrió por completo el entusiasmo popular por la guerra.
Desperta Ferro Historia Moderna n.º 48
68 pp.
7€

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