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Vuelve Borat: Pence, Giuliani y el pulso de la división política en Estados Unidos

Hace 14 años, el cómico Sacha Baron Cohen estrenaba “Borat” en pleno declive de la administración Bush y ahora vuelve para dar cuenta del “trumpismo” en América

FILE PHOTO: Actor Sacha Baron Cohen, who played the character Borat, arrives for the U.S. premiere of "Borat: Cultural Learnings of America for Make Benefit the Glorious Nation of Kazakhstan" at the Grauman's Chinese Theatre in Hollywood October 23, 2006. REUTERS/Phil McCarten/File Photo
FILE PHOTO: Actor Sacha Baron Cohen, who played the character Borat, arrives for the U.S. premiere of "Borat: Cultural Learnings of America for Make Benefit the Glorious Nation of Kazakhstan" at the Grauman's Chinese Theatre in Hollywood October 23, 2006. REUTERS/Phil McCarten/File PhotoPhil McCartenREUTERS

Cuando vio la luz “Borat", en 2006, el Estados Unidos al que lanzaba su personaje el cómico Sacha Baron Cohen era un país dividido por la Guerra de Irak e inmerso en una vorágine política en la que se mezclaban la lucha contra el terrorismo y la protección de objetivos estratégicos de ultramar. Aquella nación bajo la Administración Bush era el caldo de cultivo perfecto para que un supuesto periodista kazajo diera cuenta de los intereses y temas que hacían de EE.UU “el mejor país del mundo”.

Década y media después, y de la mano de Amazon Prime Video, Baron Cohen vuelve a la carga con “Borat: la secuela”. Aunque quizás sea mucho más gráfico su título inicial traducido desde el inglés: “Borat: entrega de prodigioso soborno al régimen americano para beneficio de la una vez gloriosa nación de Kazajistán”. En ella, Borat Sagdiyev pisa suelo estadounidense con una única meta: entregarle un regalo al Vicepresidente Mike Pence para agradecerle que liberara a Estados Unidos del orden establecido por Obama. Por el camino, muchas decepciones y mucho humor incorrecto.

Sin reparar en gastos, la campaña publicitaria del retorno del cómico británico al personaje que le dio reconocimiento y fama en todo el mundo, ha pasado por una figura hinchable de sí mismo flotando en el Támesis a la altura de Londres o una lona gigante en Madrid, aludiendo a la figura de Fernando Simón.

De aquellos barros, estos lodos

Entre aquellos que cultivan el humor más violento, ese que pasa por ejercer de bombero y pirómano, la tendencia de los tiempos marca que la ofensa es el método más inmediato. Esto es casi matemático: mayor será la carcajada cuanto mayor sea la provocación, incluso pasando la línea del buen gusto, el decoro o la moral imperante respecto al acto mismo de la comedia. La escuela de cómicos como Andy Kaufman, la de aquellos que no tienen miedo porque no lo conocen, es de la que más bebe Sacha Baron Cohen cuando nos presenta a su Borat Sagdiyev, pero ni mucho menos la única.

En las nuevas andanzas del cuarto mejor periodista de Kazajistán, claro, hay espacio para el puñetazo político al “trumpismo”, a los negacionistas del coronavirus y, muy notablemente, al machismo hegemónico, pero, subvirtiendo las expectativas, eso es solo la excusa. Donde otros intentaron calzar su agenda ideológica desde el humor, Baron Cohen hace ingeniería inversa y, partiendo de una base sólida, como diciendo “Estados Unidos es un país condenado por las razones que les voy a mostrar”, consigue que la carcajada provenga de la propia observación del mundo ardiendo.

Ya no es tanto la incomodidad que forzaba la propia cámara como en la primera película y que podemos entender de forma más fácil si lo comparamos con “The Office”, por ejemplo. Ahora, “Borat: la secuela” no pretende convencer al espectador del porqué de los males de un país roto, simplemente recrearse en la caída desde la más absoluta humildad cómica. En la nueva película de Baron Cohen, hay mucho más de “Toro Salvaje” que de cualquier obra insípida con la que la compare su campaña de mercadotecnia. Hay un gusto temático que va más allá de lo argumental (mejor hilado que en la primera película) y que trasciende hasta lo estético: a Baron Cohen ya no le hace falta ser Borat porque Borat ya ha sido absorbido por América; el cómico que se puso un traje gris y un bigote falso es consciente de que es parte de la maquinaria y de que, en un país que todavía se fuera fiel a sí mismo, sus actos y demostraciones hubieran provocado más reacciones ahí mismo que en Kazajistán, como fue el caso.

Fotograma cedido por Amazon Studios donde aparece el actor Sacha Baron Cohen - EFE/ Amazon Studios
Fotograma cedido por Amazon Studios donde aparece el actor Sacha Baron Cohen - EFE/ Amazon StudiosCortesíaEFE

Al final, algo tan aparentemente inocente como que Rudy Giuliani sea entrevistado por una mujer joven, da cuenta de lo ridículo del asunto. Forzada la situación o no, Baron Cohen no desea tanto humillar al político como dejar en ridícula evidencia los procesos de meritocracia de la nación que un día se vanaglorió de ello. Es más, el cómico británico se pone a sí mismo en juego para hacer su arte, guste o no, y lo lleva hasta extremos que, contradictoriamente, solo se puede disfrutar haciendo un poquito más rico a Jeff Bezos.

Donde unos puedan apreciar una flaqueza, solo una hay contradicción gloriosa más: Borat no ha vuelto porque hiciera falta, ya que ni siquiera se hace explícito en la película, Borat tiene secuela porque Baron Cohen se ha dado cuenta de que ya no puede salvar a nadie. Si la primera era una película eminentemente política, convenientemente racista y genuinamente pura, su secuela es una amalgama mucho más consciente del mundo en el que ve la luz: la política ahora es callejera, con más votantes que votados; el racismo ahora es un mecanismo pedagógico, ahí está la trama de la negación del Holocausto; y la pureza documental se deshecha en favor de una ficción mucho más elegante y cocinada, consciente de que su supervivencia en la psique colectiva pasa por ser trending topic.

En definitiva, Sacha Baron Cohen lo ha vuelto a hacer. Si su primera incursión con el personaje, más allá de Ali G y “Brüno”, era el canto de cisne de la progresía durante la era Bush, su segundo intento (y probablemente no el último) es el eco de un canto que no cesa: ya no hay que demostrar nada, porque a nadie le importa lo que haya que demostrar.