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Arturo Pérez-Reverte: «Yo no tengo ideología, tengo biblioteca»

El escritor, que evoca la batalla del Ebro en su novela «Línea de fuego», reflexiona en esta entrevista sobre la Guerra Civil, nuestro pasado histórico y el papel que juega la educación

Dos bandos, una guerra y un escritor. Arturo Pérez-Reverte regresa al frente con «Línea de fuego» (Alfaguara). Una novela donde hay uniformes, pero no va de uniformes; donde aparecen banderas y convicciones ideológicas, pero no va de estandartes militares ni de credos políticos. Aquí lo que hay es gente luchando, cada uno en su trinchera y cada uno con sus motivos, razones y destinos de horma y pelajes diferentes, pero todos peleando por salir indemnes, sin mutilaciones en el cuerpo y con las menos heridas posibles. Son historias de supervivencia, de humanidad y de miseria; de barbarie, solidaridad y muerte. La batalla del Ebro, desde dentro, desde la mirada de los veteranos y los novatos, los civiles reclutados y los profesionales. Arturo Pérez-Reverte relata cómo combatieron nuestros abuelos y el lector viaja con él, a su lado, empotrado en las unidades que se enfrentaron allí.

–Sabe que su visión de la historia influye en las personas.

–He contado la historia y la he vivido como testigo. Está muy presente en mi obra, pero soy novelista, un tipo que cuenta historias. Es mi imaginación e invención lo que prima. La historia es un marco. No pretendo sustituir al historiador. Quiero estimular a quien lea mis novelas para que después vaya a los libros de historia para confirmar la parte que es real y la que es imaginada. Soy la puerta que puede llevar a algún chico a la historia. Pero soy novelista. Es cierto que tampoco mi novela histórica está falseada. Es rigurosa. Y, por supuesto, no pretendo limpiar la historia. Lo que sucede es que mi visión del pasado es más limpia. En «Línea de fuego» está mi mirada de los combatientes de los dos bandos, pero quien lea esta novela verá a ambos bandos de forma distinta.

–¿Por qué tenemos tantos tabús sobre nuestra historia?

–España, por razones históricas, es un país maltratado social y políticamente. Eso creó complejos, frustraciones, rencores, vilezas y tensiones, que, muchas veces, no arrancaron en la Guerra Civil. No es verdad que los españoles estén amargados desde esta contienda. Este enfrentamiento es una consecuencia de siglos de pesadumbres y discusiones históricas, políticas y sociales. España ha tenido mala suerte por razones geográficas, de gobierno... Estas disfunciones nacionales se manifiestan en la enseñanza. En España, desde antes de Franco, se crearon generaciones de ciudadanos desinformados, manipulados, sectarizados. No es una educación limpia. Eso hace que exista una gran confusión.

–¿Nada más?

–La apropiación de la historia por parte de los políticos es muy descarada. No he visto a ninguna otra nación en que la historia se use como arma política con una vileza tan grande como aquí. Es muy raro que un personaje histórico español sobreviva a la proyección política que en cada momento se ejerce sobre él. Lo contaminan. Da igual que sea Fernando VII, Viriato, «El Empecinado» o las Navas de Tolosa. Enseguida habrá políticos de uno y otro signo que se echen encima para decir que era bueno o malo o fascista o lo que sea. Nada pasa fuera de la trituradora miserable de la política en España. Eso hace que no puedas hablar de los romanos, porque son imperialistas. Cualquier mención que hagas a la historia, Abderramán, el Cid, Hernán Cortés o Núñez de Balboa, tiene una lectura en clave política actual. No hay historia que sobreviva a eso. Y tiene una consecuencia: la gente se aparta de la historia. La estamos olvidado. Por este motivo, cuando aparece alguien como Fernando Aramburu, la gente lo agradece, porque es una visión que no es la habitual.

–En «Línea de fuego», habla de la pobreza de los soldados y de España.

–Francia es una nación afortunada. Es un país con praderas, bosques, la tierra es rica; Italia posee también un norte rico, pero España es geográficamente casi africana y encima ha estado muy mal comunicada. Hay montañas y no se conoce a los que viven en el valle de al lado porque no puedes ir con facilidad. Esto, y otros factores, ha generado gente pobre. Cuando eres pobre, hay gente que se aprovecha de la injusticia; cuando hay hambre, siempre hay injusticia. Cuando ahora venga la crisis y crezca el paro, ya verá como habrá personas que se aprovechan de otros con la prostitución, el trabajo barato... La explotación será enorme, porque siempre hay canallas que se benefician de la pobreza. En España siempre hubo pandemias de diferentes tipos. Eso generó incultura porque muchos chavales tenían que trabajar con el padre para sacar a la familia adelante.

–Y no se estudiaba.

–A la incapacidad de estudiar hay que sumar unas estructuras de poder que iban a lo suyo, que eran insolidarias, hechas de aristócratas y terratenientes, que no se ocupaban para nada de las personas que trabajaban en su tierra. Había una Iglesia que educaba, pero a cambio de ser sumiso y acatar siempre sus mandatos. Esta pobreza, y la incultura que produjo, hizo que la gente albergara rencores fuertes y que arrastrara traumas históricos, geográficos y sociales intensos, con pocas cosas para contrarrestarlos. Cuando hubo crisis, como, por ejemplo, la Guerra de la Independencia o la Guerra Civil española, esas personas saltaron. Esta pobreza nos ha llevado a otra espiritual, educacional y a una violencia histórica muy intensa. La pobreza sin educación y sin solidaridad que la temple es muy peligrosa para los sistemas.

–Hoy no debería ser así.

–La educación en España está viciada. Una democracia europea normal lo que hace es crear ciudadanos lúcidos, críticos y cultos para que cuando llegue el discurso político, digan: «Un momento, ¿que Zumalacárregui era fascista? Váyase usted a...». Un ciudadano sin una base intelectual sana es presa de cualquier demagogo. El ciudadano que está indefenso intelectualmente y, en un momento dado está en paro, compra esos mensajes. No porque los razone, sino porque en ese momento le encajan. La educación en España se ha destruido hace mucho tiempo. Se estaba haciendo bien en la República, pero Franco la aplastó y, entonces, se acabó con ese ciudadano. El ciudadano crítico ya no existe. Por eso soy pesimista. La gente vota, pero si el que vota no tiene un sentido crítico ni tiene lucidez, ¿qué va a votar? Lo que diga el partido de turno.

–Lo dijo usted cuando presentó «Línea de fuego»: La gente no combate por la patria, sino por los cigarrillos...

–Yo no tengo ideología. Tengo biblioteca. Una ideología sin biblioteca es muy peligrosa. Una ideología sin lucidez crítica también es muy peligrosa. El problema que hay en nuestro país es que se profesan ideologías basadas en argumentos simples, no en razonamientos complejos. La ideología del español no es intelectual, es visceral. Una ideología que no se sostiene en libros es peligrosa, insisto. No admite el diálogo. Si tienes inquietudes intelectuales, te interesas por los otros, los escuchas y los discutes, pero si no tienes esa base, lo que quieres es que el otro no hable. Lo que quieres es callarlos. Fíjate la diferencia que existe. En España se ha ido a silenciar al adversario, que no hable, que no razone. Si va a dar una conferencia en la universidad, no lo dejan hablar. Al adversario lo queremos exterminado y silenciado. Ese rencor que es histórico, sigue estando. Por eso, en España, no existen ideologías, sino visceralidades ideológicas, que es distinto. Nadie realmente culto, que ha leído a Montesquieu y Montaigne, tiene una ideología sólida.

–¿Por?

–Si una persona tiene una ideología monolítica, hermética, desconfío de antemano porque algo falla en su bagaje cultural. Es natural que cualquiera tenga dudas en sus planteamientos. Todas las ideologías o razonamientos políticos o sociales poseen grietas, tienen contradicciones. Si alguien lleva cuarenta años siendo comunista, o lo que sea, es un fanático. Este es el problema fundamental. Solo tengo respeto a las ideologías que son capaces de albergar dudas. Una ideología que no duda de sí misma es muy peligrosa. Son los fanatismos, los totalitarismos...

–¿Qué le impresionó de hablar con testigos o supervivientes de la Guerra Civil?

–Sobre todo, la falta de rencor hacia el adversario. Todos los testigos con los que hablé y las cosas que he leído en estos años me han llevado a un punto: la ausencia de rencor del que combatió. Porque existen dos lugares: la retaguardia y el frente. Y no son lo mismo. El que estuvo luchando en el frente siente comprensión hacia el enemigo porque es muy parecido a él. Había voluntarios con ideología, pero incluso eso se llega a templar cuando estás en las trincheras. Lo que me ha quedado es que no veían con rencor al enemigo. Lo entendían, como si una parte de sí mismos se hubiera ido al otro lado. Es lo que más me interesaba.

–¿Es optimista con la pandemia que estamos padeciendo?

–Desconfío del material humano. Por eso soy pesimista. España, Europa, Occidente han olvidado a Homero, Cervantes, Dante, Aristóteles, Platón... Han perdido aquello que los hacía dignos, mejores, honorables, inteligentes y cultos para acometer el futuro con esperanza. Al perder esos flotadores socioculturales, no queda nada. A partir de ahí, cada uno nada como puede. Esta clase de naufragios no me gustan. Me dan poca esperanza.

–¿Por eso acude a la imaginación? ¿Cuál es el papel que desempeña en su literatura?

–Escribir una novela me molesta mucho. Es desagradable. Escribir dando a la tecla es un ejercicio muy penoso, pero ¿qué pasa? No es eso lo que me motiva, sino imaginar. Desde pequeño me gusta imaginar. Supone vivir vidas que no viviría de otra manera. Con ella puedo ser millonario, asaltar naves más allá de Orión... Para mí lo que cuenta es la imaginación, la historia. Me gusta acostarme con una historia y por la mañana escribir lo que recreo. Escribir me justifica rentabilizar esa imaginación. Pero si existiera un escáner que pudiera volcar las historias que imagino en las páginas, yo sería el primer usuario. Pero como eso no existe, necesito escribir. La escritura es una parte inevitable. No sufro angustia técnica, pero es un acto que no me aporta felicidad. Yo soy feliz cuando pienso cómo el requeté le da un cigarrillo a un compañero o cómo debe contemplar un atardecer. Eso lo vivo. El acto menos feliz es el de la escritura.

–Entonces, su imaginación no es para huir de este mundo, si me lo permite...

–Yo ya imaginaba desde que era un niño. Crecí junto al mar, contemplaba los barcos que pasaban. Tuve una infancia privilegiada. Saqué ánforas romanas del fondo mar porque estaban apenas a diez metros de profundidad. Era una época en que todavía no existía el expolio arqueológico. Veía marinos tatuados, embarcaciones y prostitutas que paseaban por el puerto. Y en casa disfrutaba de la biblioteca de mis abuelos. Crezco entre libros, leyendo. Cuando hice la Comunión, lo que pedí que es me regalaran libros. A esos años, ya tenía una biblioteca propia de treinta y tantos volúmenes. Esos eran mis propios libros. Los míos. Mi imaginación ya estaba antes de tener que huir de nada.