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Censura inclusiva: es por su bien

A partir de 2024, quien pretenda optar a una estatuilla en los Oscar deberá cumplir, al menos, con dos estándares

El director estadounidense Spike Lee durante la pasada ceremonia de los Oscar en donde recibió una estatuilla por su cinta "Infiltrado en el KKKlan"
El director estadounidense Spike Lee durante la pasada ceremonia de los Oscar en donde recibió una estatuilla por su cinta "Infiltrado en el KKKlan"larazon

Los Oscar serán “inclusivos”. Al menos, eso defiende la Academia de Hollywood, que, a tal fin y a partir de 2024, exigirá una serie de “condiciones” para optar a sus premios. Los llamados “estándares de diversidad” serán cuatro. Las películas tendrán que adecuarse a un mínimo de dos. Leo por ahí que los dos primeros resultan mucho más complicados de alcanzar. Exigen tantos por ciento de actores pertenecientes a minorías en el reparto, manosean el guión o exigen cuotas en los negociados ejecutivos detrás del proyecto. En cambio, el otro par, que atañe a la diversidad racial y de género en las productoras y distribuidoras, resulta mucho más asequible.

De hecho, como señala “Vanity Fair”, todas las cintas nominadas al Oscar a la mejor película de los últimos 15 años habrían pasado la criba. Pero mientras que alguien como Spike Lee piensa que los académicos reman en la dirección correcta, es solo que se quedan cortos, yo sostengo que estamos a medio minuto orwelliano de que el comisariado al mando imponga cuotas de minorías infrarrepresentadas en los óleos de una exposición.

Hubo un tiempo en el que EE.UU exportaba cultura e iconos populares, pósters y mitos, canciones y hamburguesas, de la cocacola al Porsche de James Dean, de “Johnny B. Good” rumbo a las estrellas a la dulce trompeta de Louis Armstrong. De un tiempo a esta parte los Estados Unidos también trafican con teorías sociales, jerga pseudocientífica, teoremas políticos disfrazados de ciencia y tecnicismos que solo sirven para minar los debates con un sucio lodo de sus brutales imprecisiones. Esta deriva la denunció hace años gente como el profesor Harold Bloom, cuando clamaba en el Sinaí académico contra los fanáticos, convencidos de que el teatro, el cine o la novela no sirven sino como meros agentes de cambio social. Poco más o menos lo mismo que sostenían todos los caudillos de los años treinta respecto al arte y sus obligaciones contractuales con el partido único.

Crítica estética

Aquello que el sabio de Yale decía de la crítica literaria vale para todos los ámbitos de la creación artística y la indagación intelectual, sospechosas hoy de no someterse a los dictados del Ministerio de la Verdad. “Es señal de la degeneración de los estudios literarios”, afirmaba, “que a uno se le considere un excéntrico por mantener que la literatura no es dependiente de la filosofía, y que la estética es irreductible a la ideología o la metafísica. La crítica estética nos devuelve a la autonomía de la literatura de la imaginación y la soberanía del alma solitaria, al lector profundo”.

Pero claro, vete y explícale esto a los partidarios del cribado poético y laboral por razones de Estado. Si animalitos como la discriminación positiva, lejos de estar abiertos al debate, pasan a ser dogma incontrovertible, entonces adiós a las aspiraciones de igualdad y justicia. Al final, las buenas razones de origen, pongamos el deseo de paliar determinadas injusticias, acaban pringadas de arbitrario despotismo, y al cabo multiplican los males sociales. Entre los cuales no cabe ignorar la hipótesis de que los poetas tengan que entregar sus libros inéditos a un (inclusivo) tribunal de inquisidores para obtener los preceptivos salvoconductos.