El sacerdote Popieluszko, ahogado en su propia sangre
Cada semana, el polaco desafiaba a las autoridades comunistas con misas para 30.000 personas
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Los regímenes comunistas, con su falta absoluta de escrúpulos para manejar la propaganda, ejemplifican la máxima de Napoleón Bonaparte, según la cual “nada va bien en un sistema político donde las palabras contradicen a los hechos”. Sumergidos aún en el centenario del nacimiento de Juan Pablo II, cuyo revelador libro sobre su egregia figura, “El enigma Wojtyla”, sigue franqueando los más altos muros de la pandemia para llegar hasta miles de hogares en numerosos países, no debemos olvidar tampoco la carnicería perpetrada contra su joven y amigo sacerdote Jerzey Popieluszko.
Nadie con un mínimo de aprecio por su vida habría deseado estar bajo la férula de los servicios secretos comunistas, como Karol Wojtyla. Pero la inmensa mayoría de sus objetivos no tuvieron, por desgracia, la misma fortuna que él. Asociado con trabajadores y sindicalistas del movimiento Solidaridad que lideraba Lech Walesa, el prelado Jerzey Popieluszko fue asesinado sin miramientos. Mientras las manifestaciones políticas estaban prohibidas por el régimen comunista polaco, Popieluszko desafiaba cada semana como si tal cosa a las autoridades con sus misas que congregaban a más de 30.000 personas en la parroquia de San Estanislao Kotska, convertida en el centro neurálgico de la resistencia pacífica.
De modo que ante esa postura tan provocadora y pendenciera, el trágico desenlace no se hizo esperar: el cadáver del sacerdote, de 37 años, desaparecido el 20 de octubre de 1984, se halló a primeras horas de la tarde del día 30 de octubre en el embalse de Wloclawek, a orillas del Vístula, en una región situada a unos 160 kilómetros de Varsovia. Juan Pablo II fue informado de inmediato en El Vaticano, igual que el cardenal primado de Polonia, Josef Glemp, y que el líder del sindicato Solidaridad, Lech Walesa, quienes hicieron un llamamiento al pueblo polaco para no caer en la provocación.
Moscú no olvida
Wojtyla apreciaba mucho a Popieluszko y lamentó siempre su dramático final. Recibió en Roma la noticia por boca de un amigo, Adam Boniecki. Sin poder ocultar la emoción, permaneció durante largas horas en su capilla privada orando por el alma del joven sacerdote. A través de monseñor Kraszewski, Obispo auxiliar de Cracovia, le había hecho llegar un breviario y un rosario, como testimonio de apoyo. Moscú tampoco se había olvidado de este joven vicario, como demostraban las páginas del diario soviético Izvestia del 12 de septiembre en las que se publicaba un ataque furibundo contra el “sacerdote militante Popieluszko, provocador y antisoviético”.
Dos de sus asesinos, el teniente Waldemar Chmielewski, de 29 años, y el agente Leszek Pekala, de 32, pertenecientes al temible SB que acecharía a Wojtyla durante gran parte de su vida, declararon tras su detención que el capitán Grezegorz Piotrowski, de 33 años, y el coronel Adam Pietruszka, de 47, les advirtieron antes de perpetrar el asesinato, según consta en el acta de acusación del fiscal: “Una orden secreta ha llegado desde muy alto. El crimen no será jamás revelado. No tenéis nada que temer sino que, por el contrario, seréis recompensados”.
La vida de Popieluszko corrió ya grave peligro el 13 de octubre del mismo año 1984, cuando los agentes del SB apostados en la carretera de Gdansk a Varsovia apedrearon el parabrisas del coche que conducía el sacerdote con intención de provocarle un accidente mortal, pero la víctima logró escapar. Su intención era prender fuego luego al vehículo, o bien secuestrar al clérigo para amedrentarle y, en caso de matarlo, sepultarle donde nadie pudiese encontrarle.
El segundo intento fue el definitivo. El 19 de octubre, poco antes de que el sacerdote llegase a Torun por la carretera de Bygdosczcz, detuvieron su automóvil. Waldemar Chrostowski, el chófer del padre Popieluszko, logró escapar arrojándose del vehículo en marcha. Los secuestradores confinaron al sacerdote en el maletero, golpeándole en tres ocasiones sucesivas cada vez que recuperaba el conocimiento.
El capitán Piotrowski había preparado incluso un bastón especial de 55 centímetros de largo, cubierto con trapos, para apalear a la víctima sin dejar una sola marca. Al pobre Popieluszko le ligaron el cuello y los pies con un grueso cordel pasado por la espalda y lo arrojaron sin miramientos al Vístula. Antes de que su maltrecho cuerpo se sumergiese en el agua, era ya un cadáver ahogado en su propia sangre, tal y como certificó luego la terrible autopsia. Tan sólo quedó un débil consuelo: el capitán Piotrowski fue declarado responsable del secuestro y posterior asesinato del sacerdote, siendo condenado en 1985 a la pena de veinticinco años de reclusión mayor, que luego se rebajaría a quince años.