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«Layla»: las noches de amor y heroína de Eric Clapton

Se cumplen 50 años de la mítica canción que el artista escribió a Pattie Boyd, de quien estaba enamorado y era pareja de su amigo George Harrison. Por entonces, el guitarrista era un artista desbocado, entregado a la droga y sin confianza en sí mismo
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  • Alberto Bravo

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Muchas obras maestras de la historia del arte han nacido desde la devastación, la angustia y la locura. Es lo que ocurrió con el legendario disco «Layla & Other Assorted Love Song», el cielo y el infierno de Eric Clapton, un álbum que hoy cumple 50 años de vida y gloria. El resumen de la historia es más o menos conocido. Eric Clapton y George Harrison eran amigos íntimos, tocaban la guitarra juntos y aparecían en los discos del otro. Sin embargo, Eric también estaba enamorado de Pattie Boyd, la mujer del ex Beatle, y en un estado de cavernosa confusión emocional escribió una larga y desgarrada carta de amor musical sobre su dolor y deseo.
El germen filosófico cabe encontrarlo en la historia de Layla y Majnun, del poeta azerbaiyano del siglo XII Nizami, en la que un joven se vuelve loco por su amor no correspondido. Más o menos lo que dice la canción: «¿Qué harás cuando te sientas solo y nadie esté esperando a tu lado? / Has estado corriendo y escondiéndote demasiado tiempo / Sabes que es solo tu estúpido orgullo».
¿Pero cómo se llega hasta aquí? Para entonces, Eric Clapton detestaba a Eric Clapton. Odiaba ese modelo de héroe de la guitarra que –con toda justicia– se había forjado alrededor de él. Todo había comenzado en 1963, cuando con apenas 18 años entró en los Yardbirds. Sin haber grabado un solo disco, en un muro de Londres apareció pintada la leyenda «Clapton is God» (Clapton es Dios). Y luego se unió a los Bluesbreakers de John Mayall para mostrar la pureza del blues eléctrico y tocarlo como un veterano de 70 años. Y después alcanzó el cielo con el blues-rock progresivo de Cream. Y continuó con otro supergrupo, Blind Faith, junto a Steve Winwood. Todo era superlativo en su carrera.
Pero Clapton escuchó el «Music from a Big Pink» de The Band y aquello cambió su vida. Se enamoró de la modestia, de la música como concepto anónimo y grupal. También cambió su forma de verse a sí mismo. Él solo quería ser el tipo de atrás que toca la guitarra. Y por eso pidió la absurda utopía de pedir a The Band formar parte del grupo. Y también por eso se unió a Delaney & Bonnie como «simple» guitarrista. Quienes iban a los conciertos se asombraban incrédulos: «¿Pero ese no es Eric Clapton?».
No quería ser Eric Clapton. O ese Eric Clapton. Por eso grabó a principios de 1970 un primer álbum en solitario, titulado como su nombre, que siendo un sensacional trabajo sin embargo no sonaba a ese estilo abrasivo que le había dado fama. Era prácticamente un disco de soul que desconcertó a muchos. Mientras, seguía participando con amigos como guitarrista, incluyendo su magnífica contribución a «All things must past», la cima de George Harrison. Y entonces fue cuando llegó lo de Layla.
En un nuevo gesto huidizo, Eric Clapton se escondió bajo el nombre de Derek y llamó Dominos a la impresionante banda que reu-nió aprovechando el impulso de Delaney & Bonnie y su propio álbum en solitario. Incluía al batería Jim Gordon y al bajista Carl Raddle, que el propio guitarrista calificaría como «la mejor sección rítimica» con la que llegaría a tocar. Bobby Whitlock estaba a los teclados y coros para completar un combo realmente mágico. Todo ellos se instalaron en los modestos pero confortables Criteria Studios de Miami para comenzar a grabar cosas sin una idea muy concreta. A ellos se uniría después Duane Allman, el terrorífico guitarrista de la Allman Brothers Band, el hombre que redefinió cualquier concepto existente hasta entonces sobre el uso de la técnica del «slide». A Eric Clapton le había impresionado su participación en el «Hey Jude» de Wilson Pickett y coincidió que la Allman Brothers Band iban a dar un par de conciertos en Miami. Fue la oportunidad de juntar a Eric y Duane, quienes de inmediato congeniaron juntos. En lo personal, lo musical y lo lisérgico.
Ambos se sentaban juntos y el resto de la banda se apiñaba en la pequeña habitación donde la creatividad se disparaba. Durante tres semanas grabaron en interminables sesiones, muchas de ellas nocturnas, en las que se utilizaba el viejo método: poner a andar la cinta y registrarlo todo. Luego ya se elegirían las tomas buenas. Lo de menos era cómo sonaba; lo de más era qué sonaba.
Para entonces, Eric Clapton no se había mostrado especialmente prolífico como compositor y sí bastante inseguro con su voz. Pero este disco fue su «tour de force». Cada día llegaba prácticamente con un nuevo riff para una canción y completaba la letra en el estudio mientras el grupo trabajaba en arreglos y dibujos. En su cabeza seguía estando Pattie Boyd, cuya presencia se había hecho constante en el último año, y más a partir de la grabación de «All things must pass». Cada verso que escribía y cantaba era más desesperado que el anterior. Lo primero que se escucha en el disco es: «Ella tomó mi mano / Y trató de hacerme entender / Que ella siempre estaría ahí / Pero miré hacia otro lado / Y escapó / Hoy soy un hombre muy solo». Y había más: «¿Por qué el amor es tan triste?», se preguntaba en otro tema. O mostraba una patética esperanza al decir: «Cualquier día te veré sonreír».
Pocas veces se ha alcanzado una excelencia así en el mundo de la música. Durante cerca de 80 minutos, la banda se adentraba en pasajes terroríficos mientras Eric Clapton y Duane Allman llevaban la guitarra hacia unos límites rara vez explorados y alcanzados por cualquier vida humana hasta hoy. Cada canción era un monumento. Nada sobraba en este disco doble. A Clapton le sobraba todo menos la música.
Eran madrugadas de música, pero también de heroína. Clapton ya la había probado en los tiempos de Cream, pero aquí se convirtió en adicto. Se cuenta que un día miró a Pattie Boyd a los ojos, puso una mano en su corazón y con la otra levantó una bolsa de heroína. Le dijo: «Tú eliges». La mujer de George Harrison regresó con el ex Beatle y Eric Clapton abrió la bolsa.
La publicación del disco simplemente alimentó la confusión del guitarrista. Inicialmente vendió muy poco y hasta una canción tan increíble como «Layla» pasó relativamente inadvertida. Clapton se avergonzaba de su papel en la música y se ocultaba tras Derek, pero al tiempo necesitaba el reconocimiento masivo para protegerse de sus propias inseguridades. Era un profundo conflicto emocional que solo conseguía sedar con heroína.
La gira posterior solo añadiría gloria artística y fracaso comercial. Tocaba en sitios pequeños que no se llenaban simplemente porque la gente no sabía quiénes eran Derek & The Dominos. Pero la música que salía de allí cada noche era salvaje y pura como la propia droga que Clapton ponía sobre su cuchara varias veces al día. Las grabaciones del Fillmore así lo atestiguan, auténtica cima sonora de esta era.
Lo que llegaría después sería el terror: tres años de reclusión voluntaria en su mansión de Surrey bajo un estricto régimen de heroína y hamburguesas. Apenas participaría en el concierto de Bangla Desh de su amigo Harrison, pero él no recuerda que estuvo allí. Eric Clapton era un fantasma dentro de una vida fantasma. Años terribles. Y lo prodigioso, lo inhumano, es que sobrevivió. Cuando volvió a abrir las puertas de su mansión y vio que todavía había sol descubrió, no sin sorpresa, que «Layla» era ya toda una leyenda.

Tres canciones en una

Eric Clapton tenía, el riff, la letra y la música eléctrica de «Layla». Pero no sabía cómo terminar la canción. Entonces el batería Jim Gordon se puso al piano y tocó una sencilla pero preciosa progresión de acordes en un tono diferente. A Clapton se le iluminaron los ojos. En tiempos donde todo era posible, se le ocurrió fundir su furiosa guitarra con el lirismo del piano. ¡Y funcionó! De tal forma que «Layla» se convirtió en casi tres canciones diferentes. O una sola con tres movimientos: la voz y el riff, el piano solo y toda la banda resolviendo hasta la fuga. «Ser dueño de algo tan poderoso es algo a lo que nunca podré acostumbrarme. Todavía me deja inconsciente cuando la toco», diría Eric Clapton sobre «Layla». Aquello tan poderoso se puede disfrutar hoy plenamente con una nueva edición de aniversario que incluye dos CDs con material extra de aquellas sesiones y lo que grabaron los Dominos. Imprescindible. Jim Gordon es uno de los grandes olvidados del rock and roll. No solo es uno de los mejores baterías de la historia de la música, sino que su contribución se puede escuchar en enormes álbumes. Tras la breve aventura con Dominos se hizo cotizado músico de sesión y participó en magnas obras de gente tan diversa como Tom Waits, Warren Zevon, Jackson Browne, Roger McGuinn, Randy Newman y mucho más. Pero también es protagonista de una de las historias más tristes. A finales de los 70, comenzó a tener alucinaciones y oír voces. Los médicos diagnosticaron alcoholismo, pero se olvidaron de lo principal: era esquizofrénico. En 1983 asesinó a su madre con un martillo. Todavía sigue en la cárcel.

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