Crítica de “El año del descubrimiento”: Luchar, ese gesto ★★★★★
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Dirección: Luis López Carrasco. Guion: Raúl Liarte y Luis López Carrasco. España, 2020, 200 min. Documental.
El futuro de “El futuro” era esto. La fiesta de la Transición transformada en la miseria de la reconversión industrial. ¿Descubrir, el qué? Cinco siglos después de que Colón descubriera América, descubrir que todos estábamos colonizados: el capitalismo, que no sabe ni quiere autorregularse, había hecho todo el trabajo sucio. Una imagen límpida, moderna, que daba la espalda a las cuitas antifranquistas -de la Movida madrileña a los Juegos Olímpicos de Barcelona, a la Expo de Sevilla-, quería más, mucho más. Cartagena se rebeló, la clase obrera aún existía, quemó el Parlamento Regional, qué bien que Luis López Carrasco nos lo recuerde, porque todos lo habíamos olvidado.
“El año del descubrimiento” es, en ese sentido, una película benjaminiana: aunque el ángel de la Historia se haya convertido en demonio, manda la imagen dialéctica, en una pantalla partida -en una Polivisión, que diría Jaime Rosales- que hace conversar los testimonios de los que participaron en la revuelta con la generación que, en el presente, tiene que comerse horas extras y salarios precarios sin ni siquiera imaginar lo que significa la lucha sindical. En ese precioso, prepandémico ágora que fue el bar de barrio, se despliega un dispositivo que equilibra dimensiones temporales de un modo especialmente revelador: lo que ocurre a los dos lados de la pantalla no solo sirve para facilitar un diálogo entre generaciones sino para confundir los tiempos en los que ocurren los testimonios, como si en España, después del franquismo, navegáramos hace décadas en un mismo magma de desencanto.
Es una más de las ideas brillantes que articula “El año del descubrimiento”, sin que su formalismo -ese ‘drop’ de cinta de Hi8, esas interrupciones nevadas de la imagen electrónica- empañe uno de los objetivos de todo gran documental que se precie de serlo: no solo hay que saber ver -y saber mostrar- sino también saber escuchar. Es decir, no es suficiente con hacer visible lo invisible, sino que hay que dar voz a esas imágenes, personalizarlas, humanizarlas: ahí está el enorme gesto político de una película cuyo metraje, casi tres horas y media, no debería asustarnos. Después de todo, tiene la duración de la vida en lucha permanente, en movimiento perpetuo.