Las amantes del rey Alfonso XIII que conocía la reina Victoria Eugenia
Los escarceos eran bien conocidos por su consorte, que poco pudo hacer más que pedir ayuda divina: «Solo Dios puede castigarle»
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Que al rey Alfonso XIII le fascinaban las mujeres es tan evidente como que ciñó la Corona de España en sus sienes. En su extenso currículo sentimental pudo haber figurado incluso... ¡la abuela del catedrático de Comunicación Audiovisual Román Gubern! «He oído contar en casa, a mi madre, que mi abuela, Eulalia Planás, que era muy guapa, fue una de las mujeres más admiradas por el rey y que cuando éste venía a Barcelona, le tiraba los tejos. Pero lo que ya no sé es si pasó algo más...», me comentó en su día Román Gubern. La abuela de Gubern estaba casada con el banquero Manuel Garriga-Nogués, que era además un conspicuo monárquico.
Eulalia Planás pudo haber sido un mero amor platónico del monarca, pero lo cierto es que la bella Mélanie de Vilmorin fue un amor tan real como la vida misma. El año de su casamiento con Victoria Eugenia de Battenberg, Alfonso XIII fue ya padre por primera vez, pero de un hijo ilegítimo. Se llamaba Roger de Vilmorin y guardaba un asombroso parecido físico con él. La madre, Mélanie de Vilmorin, apellidada Dortan de soltera, estaba considerada como una de las mujeres más hermosas de Europa. Se había casado a principios de siglo con el multimillonario Philippe Vilmorin y vivía con él en el castillo francés de Verrières, lugar de cita obligado de la más alta alcurnia de la época.
Enamorado locamente
Alfonso XIII se enamoró perdidamente de aquella mujer y, al contrario de lo que sucedió con otros tres hijos bastardos suyos, jamás se refirió a Roger de Vilmorin ni trató de asegurarle un futuro económico, al ser consciente tal vez de la fortuna que manejaba el marido de Mélanie. Pese a ello, siempre existió una buena relación entre el monarca y su amante, quebrada irremediablemente por la muerte de ésta, en 1937.
El soberano no perdió el tiempo y rápidamente encontró a otra bella mujer que satisficiera su concupiscencia: Beatrice Noon, nacida en Escocia pero de ascendencia irlandesa. La nueva amante del rey pertenecía a la servidumbre del Palacio Real de Madrid como institutriz de los infantes, a quienes impartía también clases de piano. Como sucediera antes con Mélanie de Vilmorin, la Noon acabó quedándose embarazada y fue expulsada de la Corte para evitar el escándalo. En 1916 dio a luz a una niña en París, que era también la viva estampa de su padre. Dado que el rey conservaba el ducado de Milán entre sus títulos históricos, se le dio a la niña el apellido de Milán, evitándose así que con el apellido materno se deshonrase al monarca y a la institutriz. El rey sintió siempre predilección por su segunda hija natural, Juana Alfonsa Milán. De ella se ocupó durante muchos años el que fue embajador español en París durante la monarquía, José Quiñones de León, hasta que la joven se casó, trasladándose a vivir a Madrid, donde falleció en 2005.
Pero, sin duda, el gran amor de su vida –además, por supuesto, de Victoria Eugenia, de la cual se encaprichó hasta el extremo de pasar por alto que era transmisora de la hemofilia– fue la popular actriz Carmen Ruiz Moragas, a la que conoció en los años veinte. La Ruiz Moragas estaba separada del célebre torero mexicano Rodolfo Gaona, y con ella el rey tuvo otros dos hijos ilegítimos: María Teresa, nacida en 1926 y fallecida ya, y Leandro Alfonso, que vino al mundo tres años después y pudo finalmente apellidarse Borbón con todas las de la ley. Alfonso XIII instaló a la bella actriz en un lujoso chalet madrileño, donde la visitó asiduamente hasta que debió abandonar España al proclamarse la República.
La reina Victoria Eugenia jamás olvidó los escarceos amorosos de su marido con la actriz; especialmente, al llegar a sus oídos los rumores de que los dos hijos sanos del rey con la Ruiz Moragas podían convertirse en un argumento válido para la nulidad matrimonial, tras demostrarse que la hemofilia era una tara atribuida a ella. La reina sospechó que incluso el romance de su marido se debía a la nociva influencia del marqués de Viana. Por eso no dudó en llamarle para amenazarle: «No está en mi mano castigarle como usted merece. Sólo Dios puede hacerlo. Su escarmiento tendrá que esperar hasta que usted esté en el otro mundo». Fue tal la impresión que le produjo al marqués de Viana aquella especie de maleficio regio, que sufrió un desvanecimiento a su salida de Palacio y aquella misma noche murió.