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De Montaigne a Houellebecq: la otra cara de las letras francesas

El escritor y crítico literario Toni Montesinos construye en su nuevo libro un exhaustivo relato de la literatura francesa contemporánea, desde su cobijo en la Ilustración hasta la posmodernidad

Los estudios filológicos españoles fueron, durante años, fundamentalmente historiográficos, dejando de lado la teoría literaria o la metodología comparativa. En cuanto a esta última, fue Claudio Guillén quien, en los ochenta, daría cuerpo sistemático a la estrategia crítica de encarar escrituras de diversa identidad y procedencia. Esto posibilita una fecunda mirada transversal sobre variadas estéticas, el análisis de coincidencias y divergencias, sincrónicas y diacrónicas, entre obras, autores y épocas. Con este estudioso de la literatura nos incorporábamos a la tradición contemporánea integrada por ilustres como René Wellek, Hans-Robert Jauss o, más recientemente, Harold Bloom.

En esta línea, el novelista, poeta, ensayista y crítico literarioToni Montesinos (Barcelona, 1972) ya ha publicado libros como «Melancolía y suicidios literarios. De Aristóteles a Alejandra Pizarnik» (2014) y «Escribir. Leer. Vivir: Goethe, Tolstói, Mann, Zweig y Kafka» (2017), y ahora ve la luz «Palabrería de lujo. De la Ilustración hasta Houellebecq». La singularidad de este título queda aclarada con la cita de Vargas Llosa que abre el volumen: «La palabrería de lujo , vicio congénito a la tradición literaria francesa». Se alude así a la función divagante, extemporánea, errática y dispersa de la literatura, en cierto modo superficial, aunque ya decía Oscar Wilde que nada hay tan imprescindible como lo superfluo. Este ensayo se reconoce, con la debida distancia y sobriedad, en el confesado magisterio de Montaigne, origen de todo tanteo crítico que aúne lectura, vida, experiencia y literatura. Más concretamente aquí, literatura francesa, aunque con una constante y variada proyección hacia la cultura europea en general.

Luminosa simbiosis

Como especifica el subtítulo del libro, recorremos en este los tres siglos de nuestra contemporaneidad histórica, aunando escritores clásicos y modernos, en una luminosa simbiosis de profundas convergencias y divergencias. El propio autor concreta esta transversalidad a partir del soberano acto de la lectura: «Leer, por tanto, obedece a un impulso de elección y voluntad que tiene la utilidad de instalarnos en la historia, de enseñarnos cómo la vida diferente de cada época es idéntica a la vida cambiante de cualquier presente, pues lo esencial no tiene tiempos ni espacios». En un tono cercano, ameno y riguroso, aunque sin eruditos academicismos, se van desgranando muy variados referentes: Víctor Hugo en sus ensoñaciones románticas, la transgresora y voluptuosa Colette, la audacia crítica de Roland Barthes, el particular universo parisino de Patrick Modiano, Julio Verne en sus geniales intuiciones futuristas y el sombrío a la par que lúdico Boris Vian, sin olvidar el enajenado antisemitismo de Céline, el compromiso político de Malraux, el posible colaboracionismo nazi del editor Gallimard o las lascivas perversiones del marqués de Sade.

El mayor interés de este libro radica en que los autores tratados aparecen perfilados en sus menos conocidas facetas, en insospechadas vertientes de sus personalidades literarias, incluso alejados de sus convencionales imágenes y encarados a sus propias contradicciones. Particular atención merece, por ejemplo, «En busca del tiempo perdido», el descomunal ciclo narrativo de Proust, cuya recepción lectora es aquí analizada a la luz de las modernas traducciones al español, fijando la identidad de una obra que se asimila con la propia maduración del lector, llegando a leerse en un apasionante bucle sin fin.

Giacomo Casanova, al margen de su arquetípica figuración de infatigable seductor erótico, aparece aquí como el decidido ilustrado de clara tendencia afrancesada que también fue en realidad, destacando su relevante presencia en las más importantes cortes europeas de la época. Se compara igualmente con acierto el impostado deseo de Chateaubriand de no haber nacido con el episódico impulso suicida de Stendhal, partícipes ambos de una arrebatadora pulsión romántica. O asistimos al persistente odio de Baudelaire hacia Bélgica al ser ignorado por público y editoriales en un ciclo de conferencias que pronunció en ese país.

Abre el volumen una lúcida mirada expositiva sobre la Ilustración en el epicentro francés de una ideología y de una estética que fundamentarán el futuro hasta nuestro mundo actual. Voltaire, Rousseau, Diderot, entre otros pensadores, desfilan en una interconexión de intereses y pareceres que conforman la urdimbre de una inmensa revolución de las ideas. La sociabilidad cultural que circula por diversos salones palaciegos, ágoras y foros de muy diverso signo aparece como muestra de un cambio de mentalidades: la tolerancia como valor y concepto se abre paso admitiendo la parte de razón que puede tener quien no piensa como nosotros. Igualmente admirable resulta el estudio de Guy de Maupassant a la luz de sus personajes femeninos, quienes encarnan, desde una aparente sutilidad, lo más descarnado del naturalismo: adulterio, celos, abusos, prostitución o incestos conforman la dura figuración literaria de la mujer en aquellos momentos. Y se aborda acertadamente, entre tantos temas, el perfil de un Balzac de torrencial e incesante escritura impelido por los editores, dependiente de un entregado público lector, víctima acaso de su propia obsesión imaginativa, recreando sin fin multitud de ficticios personajes y mixtificadas situaciones novelescas. Tras todo ello, el folletín, como gran núcleo creativo de Europa, desde Tolstoi a Galdós, desde Dickens a Eça de Queirós.

Al hilo de la famosa novela de Blasco Ibáñez, «Los cuatro jinetes del Apocalipsis», nos adentramos en la implicación de la generación del 98 en la Gran Guerra europea, la mayoría de sus integrantes a favor de las democracias liberales y, muy en especial,, de la atormentada Francia de las trincheras de Verdún, entre otros dramáticos escenarios. Y capítulo aparte merecen las páginas dedicadas a Michel Houellebecq, transgresor profesional, ególatra impenitente, sistemático agitador de convencionales conciencias y plácidas convicciones; quedan patentes aquí su sarcástico pesimismo, la osada valentía de algunas opiniones civiles y su rebeldía ante cualquier catalogación literaria.

Documentada lucidez irónica

En este inteligente, y documentado libro, el lector se adentra con su autor, todo un «flâneur» de la literatura, en una apasionante red de conexiones estéticas, donde se glosa admirablemente la bibliografía consultada, se da protagonismo a los traductores al español de las obras tratadas y se vincula todo ello a la particular vivencia lectora, clave de una esencial existencia entre libros. Alejado el texto de cualquier énfasis academicista, aparece por momentos una tenue ironía sobre lo enjuiciado, un punto de suave escepticismo y distanciada mirada, en consonancia con el Juan de Mairena machadiano, que aconsejaba no perder el humor en cualquier apreciación crítica.

Y, sin perder tampoco la objetividad, se agradece la franca exposición de filias y fobias literarias, que hacen destacar aún más lo admirado. A partir de tres siglos de la mejor literatura francesa, nos sumergimos en una tranquila meditación sobre la vigencia (y alguna caducidad) de tantas obras y autores que han llegado hasta nosotros procedentes de aquellas Luces de la Razón que conmovieron al mundo y continúan iluminándolo. Cuidada prosa crítica, deliciosa agilidad expresiva, acierto en la figuración de ambientes y personajes, incisiva perspicacia en las interacciones estéticas y un esmerado manejo de la bibliografía especializada componen lo mejor de esta auténtica fiesta de la literatura.

Las historias detrás de la Historia
Además de hacer efigies documentadas de Montaigne, Balzac o Houellebecq, entre otros mucho, el libro tiene hueco además para un interesante anecdotario. Alejandro Dumas, autor de «Los tres mosqueteros», fue invitado a España con motivo de la boda del duque de Montpensier. Fruto de esta estancia surgió «De París a Cádiz. Impresiones de viaje», un ingenioso relato epistolar formado por cuarenta y cuatro cartas dirigidas a una misteriosa y desconocida «Madame». En la mejor tradición del viajero romántico asistimos aquí a enjundiosas peripecias: desde las «sorprendentes» costumbres populares que va frecuentando, propias de los «hijos de las doce Españas que consintieron en formar un solo reino», hasta el escabroso suicidio de un compañero de viaje. De hecho, así se concreta una obsesión ya obvia en «El conde de Montecristo», donde se podía leer: «El mayor delito es el suicidio, porque es el único que no da lugar al arrepentimiento».