«El bar que se tragó a todos los españoles»: La sesentera «road movie» de un cura navarro ★★★★✩
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Autoría y dirección: Alfredo Sanzol. Intérpretes: Francesco Carril, Elena González, Natalia Huarte, Jesús Noguero, Nuria Mencía, David Lorente, Albert Ribalta, Camila Viyuela y Jimmy Roca. Teatro Valle-Inclán, Madrid. Hasta el 4 de abril.
Enmarcada en una fastuosa producción, «El bar que se tragó a todos los españoles» es una obra al más puro estilo Sanzol que parte de un acontecimiento relacionado con la propia vida del autor, igual que ocurre en otros trabajos suyos, y que se eleva como un bonito canto a la sencillez de la gente que es, precisamente, eso, sencilla, auténtica; y también como un canto a los principios –muy corrientes en apariencia, pero extraordinarios en el fondo– que guían los pasos de esas gentes por este mundo. Jorge Arizmendi –trasunto ficcionalizado del propio padre de Sanzol– es un hombre que ha sido educado desde niño en un seminario y que, ya con 33 años, atraviesa una crisis de fe. Para aprender un oficio, buscar su hueco en el siglo y, sobre todo, encontrarse a sí mismo, en 1963 emprende un viaje a Estados Unidos que resultará tan surrealista como determinante en su vida.
Con esa magistral capacidad que tiene para mezclar planos de representación, donde conviven en armonía, y sin demora de la acción, los personajes que evocan y los personajes evocados, el director construye un delirante relato de homenaje a su familia, y a todos lo que han buscado por medio del amor al prójimo su merecida parcela de felicidad, hilvanando escenas a lo largo de tres horas –algunas de ellas son sencillamente memorables– con las peripecias de Arizmendi en América, en España… e incluso en Roma, donde el protagonista tendrá que acudir para obtener la costosa dispensa papal que le permita contraer matrimonio.
Es verdad que Sanzol, como ya le ha ocurrido otras veces con anterioridad, roza en alguna ocasión lo sensiblero: sobran el largo monólogo de la primera amante de Arizmendi y otro de su futura mujer. En ambos hay un sentimentalismo que se desborda deliberadamente sin haber dado antes con la inspiración poética necesaria para justificar tal opción. Y no es menos verdad que el autor aparece más de lo debido en sus personajes, poniendo en boca de algunos de ellos ciertas ideas que resultan reiterativas –la palabra «libertad» se pronuncia casi más veces que en «Breaveheart»– y que son innecesarias casi en todos los casos, porque ya se infieren perfectamente de la idiosincrasia de esos personajes.
De hecho, Sanzol es precisamente un maestro haciendo que el espectador pueda leer la complejidad del alma de cada personaje a partir de las conversaciones más nimias e intrascendentes. En cualquier caso, estas son máculas casi imperceptibles en un trabajo que derrocha ingenio, sentido del humor y talento de principio a fin, y que se ve con esa agradable sonrisa y esa cara de tonto que dejan las grandes comedias incluso horas después de que haya caído el telón sobre el escenario. Son virtudes, estas del autor y director, que se hacen extensibles a un equipo artístico de primerísimo nivel.
Destaca en este sentido, por deslumbrante, la escenografía monumental de Alejandro Andújar. Como deslumbrante es también el trabajo de un gran elenco de intérpretes en el que sobresalen Francesco Carril, inconmensurable en el protagónico papel de Arizmendi; Natalia Huarte, que ha cambiado ya su prometedor futuro por un maravilloso presente; Jesús Noguero y Elena González, siempre excelentes; Albert Ribalta, al que no vemos tanto en los escenarios madrileños como nos gustaría; y David Lorente o, lo que es lo mismo, el hombre al que la mismísima Talía reveló un día todos los secretos de la comedia.