La generación Beat se despide con la muerte de Lawrence Ferlinghetti
Fue editor y publicó “Aullido», de Allen Ginsberg, en 1955, por lo que tuvo que afrontar un juicio por publicar obscenidades
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Mi primer día en San Francisco me condujo al penal de Alcatraz. Para compensar el asfixiante ambiente carcelario que todavía exudan los muros de la penitenciaría, decidí cambiar de aires y buscar mayores libertades visitando por la tarde City Lights, la librería donde se fundó el movimiento Beat. Esperaba encontrar allí a Jack Kerouac, William Burroughs y otros profetas de los excesos, pero únicamente encontré turistas vestidos con chanclas y camisetas manchadas de helado. En honor a esos viejos escritores, que leí años antes, en una edad indeterminada, y de los que guardaba una memoria difusa, opté por vagabundear por sus salas en vez de adoptar la actitud de un coleccionista o mitómano en el convencimiento de que esa pose resultaría más grata a esos pequeños dioses del pasado y, en su condescendencia, me sonreirían con beneplácito desde el miserable cielo que habitaran. Lawrence Ferlinghetti había abierto aquel lugar en 1953.
Lawrence Ferlinghetti, que ha fallecido con 101 años, era el último Beat y un tipo inclinado a las vidas arriesgadas. Solo de esa manera puede explicarse que alguien decida ser poeta, después librero y, a continuación, editor, profesiones todas ellas de alto riesgo y que muchos han confundido como un suicidio en vida. Lawrence Ferlinghetti visitó París en su juventud, probablemente, persiguiendo la huella que había dejado otra generación de malditos, la de Hemingway y Fitzgerald, otros dos muchachos con una enorme vocación por matarse a sí mismos. Y como no eran hombres de medianías, ambos lo consiguieron, por supuesto. Durante ese tiempo, Ferlinghetti descubrió a una mujer que acabaría siendo su esposa y ese otro polo de peregrinaje cultural, hoy devastado por el turismo de masas, que es la librería Shakespeare & Company. Al regresar a San Francisco, que entonces era una cuna de abundantes libertades y libertinajes, y no como hoy, que es una extensión de Silicon Valley, decidió montar junto a un socio una tienda para vender libros de bolsillo y de segunda mano.
Como las cosas de este jaez suelen irse de las manos y extraviarse por los meandros menos inesperados, Ferlinghetti terminó dirigiendo un establecimiento que acabó siendo un lugar de culto. Algo totalmente imprevisto, como las salpicaduras de café. Sobre todo, si se tiene en cuenta que provenía de un tipo que, a pesar de su singular aspecto, siempre retuvo cierto atildamiento academicista, como si nunca se hubiera deshecho de la aureola que desprenden las universidades francesas. Pero ese mismo muchacho, con una personalidad del diablo resplandeciendo en las pupilas, tendría la valentía de publicar «Aullido» de Allen Ginsberg en 1955. La obra despertó malestar entre los pudibundos y las familias de clase media, y tuvo que afrontar primero un arresto y a continuación un juicio por editar obscenidades. Las paredes de la celda no le arredraron, al revés de que cuando uno estuvo en Alcatraz, y tuvo la frialdad y el cuajo de sostener su defensa en un argumento: la libertad de expresión. Ganó y salió de la acometida con una victoria capital para los Estados Unidos. Aquella sentencia dictaba precedente. A partir de ese momento, los márgenes de escritura de los novelistas y poetas se ensanchaban.
El autor de «Un Coney Island de la mente», su obra más reconocida, se había convertido por méritos propios en uno más de la pandilla y entraba a formar parte de la Historia. Cuando uno paseaba entre esos anaqueles repletos colmados de volúmenes, disfrutando del emblemático suelo ajedrezado que aparece en las fotografías, no tuve la suerte de cruzarme ni con su sombra. Al único lugar que llegué barzoneando por esos corredores fue a una estancia bautizada con el nombre de Poetry Room. Como sostendría Umberto Eco, había llegado al corazón del laberinto. Supongo que allí estará ahora, aunque nadie lo vea, riéndose junto a todos los demás de la banda.