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En olor de santidad: adiós a Enrique San Francisco

El actor de físico esperpéntico y participante activo del “cine quinqui” se despide a los 65 años
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La Razón

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Pensábamos que era inmortal. Lógico. Después de haber sobrevivido a ser niño prodigio, a la Legión, al cine quinqui, a trabajar con Fernán Gómez, a las series españolas, al Destape, la Transición y la Movida, enganchado al mismo “caballo” que a tantos compañeros de viaje se llevara al otro lado, pero con mejor suerte que ellos al descabalgar, y hasta a un accidente de moto que le dejó postrado un tiempo, Enrique San Francisco, “Quique” San Francisco, como era y será siempre popularmente conocido y recordado, ha muerto finalmente de una neumonía bilateral bacteriana, que no sé si es o no vulgar y corriente pero que, negacionista hasta el final, nada tiene que ver con el Covid nuestro de cada día. No nos lo acabamos de creer.
Con ese físico esperpéntico, de tirillas yonqui del barrio o pícaro hambriento del Patio de Monipodio, que engañaba a la vista (fue francotirador en la Legión, a la que su familia no le dejó reengancharse, amén de motero bien curtido), Quique San Francisco podía parecer e interpretar la esencia misma de una cierta españolidad llevada al extremo físico y psicopatológico de la caricatura. Pícaro muerto de hambre y lleno de ingenio en la recordada serie del mismo título, estrella del verdadero cine de barrio del llorado Eloy de la Iglesia, con quien trabajó en algunas de sus mejores películas, consagradas al infierno urbano de los primeros 80: “Navajeros” (1980), “Colegas” (1982) y “El pico” (1983), su rostro de ojos saltones, nariz grande y rasgos afilados, que tantas veces le valió ser comparado con Mary Feldman, su voz rota de cazallero matutino con sol y sombra en una mano y pitillo en la otra, le convirtieron en ese actor de carácter -¡y qué carácter!- indispensable para la comedia de todo pelaje y calibre.
De algún extraño modo, su idiosincrasia profundamente enraizada en cierta forma de ser y parecer español, pasado de vueltas, simpático y antipático a la vez, vago redomado pero siempre pronto a la golfería sin maldad y al delito menor, le aseguraron papeles en obras de directores tan variados y variopintos como Pedro Lazaga (“Estoy hecho un chaval”, 1975), Manuel Gutiérrez Aragón (“Maravillas”, 1981), José Luis Cuerda (“Amanece que no es poco”, 1988), Manuel Iborra (“Orquesta Club Virgina”, 1992), Álex de la Iglesia (“Acción Mutante”, 1993) o Luis García Berlanga (“París-Tombuctú”, 1999), realizadores con humores cinematográficos bien distintos y distantes entre sí. La televisión consagró su popularidad, desde concursos como “Un, dos, tres” hasta la interminable “Cuéntame...”, donde fue el mejor si no el único personaje imprescindible: Tinín.
Cuando le anunciaban en “El Club de la Comedia”, remedo sin remedio del “Saturday Night Live” a la española, sabías que te ibas a reír, aunque no acabara el chiste o, precisamente, porque no lo acababa y se atrevía a salir hasta en muletas para soltar sus muletillas. Ahora que este singular San Francisco se nos ha ido, en olor de esa santidad impagable que otorga el habernos hecho reír tantas veces, algunos se harán vox populi de sus flirteos con la nueva derecha, pero yo, al enterarme de la mala nueva, he recordado su estupendo personaje en “Sin rodeos” (2018) de Santiago Segura, ese vecino juerguista que lleva de fiesta desde los 90 sin salir de su piso. Y así lo voy a recordar siempre… ¡qué siga la fiesta!

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