“La señorita doña Margarita”: El cuarto oscuro de la educación ★★✩✩✩
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Autor: Roberto Athayde. Director: Juan Margallo. Intérprete: Petra Martínez. Teatro Español (Sala Margarita Xirgu), Madrid. Hasta el 28 de marzo.
A pesar del distinto tema que abordan, y del diferente foco que usan para iluminar su acerada crítica, no resulta difícil encontrar algunos elementos comunes entre “La lección”, de Ionesco; “El profe”, de Jean-Pierre Dopagne, y “La señorita doña Margarita”, de Roberto Athayde. Desde luego, sus tres autores reflexionan, con mucho ingenio y muy mala leche, sobre la importancia de la educación para crear ciudadanos libres, inteligentes y analíticos, y sobre la perversa manipulación, por acción u omisión, que puede hacer la sociedad de los sistemas de enseñanza.
Entre estas obras, quizá sea “La señorita doña Margarita” la más desconcertante por cuanto su evolución argumental es menos clara; podría decirse que tiene más idas y vueltas, antes de llegar a un desenlace que no se antoja tan demoledor y revelador como el de las otras, pero que, no obstante, incomoda igualmente.
El monólogo de Athayde se articula como la delirante lección que una singular profesora imparte a su mudo alumnado, que ronda los trece años; es decir, un grupo de jóvenes que empiezan, o deberían empezar, a tomar conciencia de sí mismos y del mundo que habitan.
En una atmósfera de humor surrealista y desatado, bien recreada en el escenario por el director Juan Margallo y bien aprovechada en la interpretación por una Petra Martínez con innegables dotes cómicas, el espectador advertirá enseguida la descorazonadora sinrazón que rige muchas veces los procesos de enseñanza.
Pero tal vez hubiera hecho falta tener mejor amarrado el texto, y jugar de otro modo con su intencionalidad, para que el fondo de la obra pudiera golpear más a ese espectador, de modo que pudiera salir del teatro, después de tanta risa, recapacitando amargamente sobre cómo el autoritarismo de la maestra, reflejo de la sociedad en la que ella a su vez ha sido educada, menoscaba la posibilidad de un verdadero aprendizaje y tapona irremediablemente el despertar del sentido crítico que todo ciudadano, para ser considerado como tal, debería poseer.