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El laboratorio de la Historia

Pasiones regias

La Feria de Sevilla de 1882 vivió uno de esos acontecimientos que hoy serían carne de la Prensa rosa: el flechazo entre Carlos, príncipe de Portugal, y la infanta Eulalia

Carlos I de Portugal y Eulalia de Borbón terminaron tomando diferentes caminos en sus vidas
Carlos I de Portugal y Eulalia de Borbón terminaron tomando diferentes caminos en sus vidasLa razónLa Razón

FECHA: 1882. Carlos, pretendiente al trono portugués, quedó embobado con la infanta Eulalia de Borbón, hija de la reina Isabel II, en el romántico escenario de la Feria sevillana.

LUGAR: LISBOA. Aquel encuentro en Sevilla, sin embargo, quedó muy atrás, pues cuatro años después de conocerse Carlos hizo reina de Portugal a Amelia de Orleáns, hija de los condes de París.

ANÉCDOTA: Arrastrado por el mal ejemplo de su primo el príncipe de Gales, futuro Eduardo VII de Inglaterra, Carlos de Portugal conquistó los corazones de no pocas mujeres.

Como heredero de la Corona portuguesa, la cual recaía entonces en las sienes de su padre Luis I, el príncipeCarlos no pudo esquivar el inevitable flechazo. Su madre, María Pía de Saboya, era hija del rey Víctor Manuel II de Italia. El apuesto pretendiente al trono luso quedó embobado con la infanta Eulalia de Borbón, hija de Isabel II de España. Sucedió en la Feria de Sevilla, en 1882. Carlos tenía entonces veinte años, los mismos que Eulalia. Cabalgó junto a ella en las dehesas, a orillas del manso río, junto a los hermosos jardines del Alcázar sevillano. La infanta, de penetrante mirada azul turquesa y andar desenfadado, le atraía más aún vestida con traje campero, ancho sombrero castoreño y garrocha.

Eulalia residía en el Alcázar sevillano desde el 15 de octubre de 1876, recién restaurado en el trono su hermano Alfonso XII. Más tarde, al trasladarse a la corte madrileña, siguió visitando a sus tíos, los duques de Montpensier, en su palacio de San Telmo. Fue allí precisamente donde el príncipe portugués sacó a bailar a la infanta rebelde, mientras las aristócratas del país, cubiertas con mantones de Manila, danzaban, entre polcas y rigodones, animadas sevillanas al son de las castañuelas.

Carlos fue incapaz ya de olvidar a Eulalia. Trató de inmortalizarla en dos bellos retratos al pastel que él mismo pintó, emulando así el gusto artístico heredado de los Coburgo. Uno de ellos lo envió al Museo de Arte Moderno de Madrid; el otro se lo llevó consigo él mismo al palacio de Ajuda, su residencia portuguesa, donde pudo contemplarlo hasta poco antes de su muerte.

En Ajuda,Carlos escribió luego algunas de sus cartas más íntimas a su adorada Eulalia, que parecía mirarle fijamente a los ojos desde lo alto de su estudio neogótico, junto a los paisajes suizos y las evocaciones de los dramáticos episodios de la historia portuguesa que adornaban también, en marcos de exuberantes dorados, las paredes de la estancia.

Ambos retratos tenían la suave entonación –oro, azul y rosa– de la escuela francesa que inmortalizó Nattier. Sin duda, según Almagro San Martín, «porque el modelo forzó el estilo al ser de pura raza gala, sangre de Capetos: una cabeza enhiesta, donde el prognatismo y la frialdad celeste de la mirada dice altivez, mientras la sonrisa ambigua, como la de la “Gioconda”, acentúa la feminidad inteligente».

Eulalia había subyugado también al célebre pintor Ricardo de Madrazo, en cuyo retrato al óleo de cuerpo entero con las manos cruzadas sobre un traje de seda dorada, acompañado de un bolero rojo, destacan sus ojos claros y profundos, su mirada insinuante, la nariz nada borbónica y su acentuado mentón de mujer emprendedora y decidida. Lenbach también la pintó, pero con los ojos y el cabello más oscuros, como si el artista alemán hubiese querido recrear a la infanta según el tipo de mujer española al que ella, rubia y más bien pálida, jamás se adecuó.

La Feria de Sevilla ya nunca más volvió a ser igual para ellos. Cuatro años después de conocerse, el 22 de marzo de 1886, Carlos hizo reina de Portugal a Amelia de Orleáns, la hija mayor de los condes de París. Pero él no pudo evitar ser como era. Arrastrado por el mal ejemplo de su primo el príncipe de Gales, futuro Eduardo VII de Inglaterra, Carlos vagó como un espectro por los corazones de un sinfín de mujeres. El hijo de la reina Victoria de Inglaterra vivía solo para sus yates a vapor y a vela, sus lujosos automóviles y, cómo no, para sus amantes captadas lo mismo en teatrillos de variedades que en castillos escoceses.

Carlos siguió su estela, hallando así fácil distracción entre las campesinas de los alrededores de Vilaviçiosa. Hubo quien dijo, incluso, que un gran número de paletos del Alentejo debían tener un poco de sangre Coburgo. Los incondicionales de Maxim’s llamaban al rey Carlos «Su loción», en alusión al agua de Portugal que hacía crecer el pelo, según comentaban. Una caricatura de la época mostraba así a don Carlos dirigiéndose a Windsor mientras decía: «Su loción busca una satisfacción».

Las malas lenguas, a veces bien informadas, aseguraban que el monarca instaló en Lisboa a una brasileña que conoció en París, María Amelia Laredo, llamada curiosamente igual que su esposa. De esta supuesta relación extraconyugal nació María Pía de Sajonia-Coburgo-Braganza, el 13 de marzo de 1907, un año antes de que el rey Carlos muriese asesinado en la plaza del Comercio de Lisboa.

DE ALFONSO XIII A MUSSOLINI

Conocida también por el seudónimo literario de Hilda Toledano, María Pía de Sajonia-Coburgo-Braganza sostuvo hasta su muerte, acaecida el 6 de mayo de 1995, que era hija ilegítima de Carlos de Portugal. La propia Toledano, que no le andaba precisamente a la zaga a su padre, cuenta en sus memorias tituladas «Recuerdos de una infanta viva» sus amoríos con Alfonso XIII, Mussolini o el dictador cubano Batista. Una mujer de mundo con los genes de Braganza grabados a fuego, según ella, en la sangre. La infanta Eulalia se parecía bastante a Hilda Toledano. De uno de sus incontables amantes daba fe su propio marido, el infante Antonio de Orleáns. Tras quejarse a Isabel II de que su hija dosificaba de forma inhumana las relaciones íntimas con él («reloj en mano», especificaba en una carta), descubría el pastel de Eulalia con el conde de Jametel.