Jack Johnson, un púgil sin nada de teatro
El púgil se convirtió en una cuestión nacional para Estados Unidos y hasta Jack London invocó, para derrotarlo, a “la gran esperanza blanca”
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Jack Johnson, el «gigante de Galveston», uno ochenta y pico de estatura, manos como excavadoras y una pegada reservada para los hijos de los titanes. Aunque había nacido libre, provenía de una familia de esclavos y, como muchos antes de que él, encontró en el boxeo una adecuada escalera social para erigirse sobre la miseria de alrededor y escapar de la pobreza. Sonriente, provocador, chulesco, divertido, bohemio, pero de esos refinados y con gustos caros, Johnson, uno de esos hombres que quiso probar las mieles del Paraíso antes de alcanzar el cielo, deambuló por las ciudades y pueblos de Estados Unidos, aceptando combates de medio pelo y prestándose de sparring hasta que encontró un tipo que lo sentó en el suelo y le dejó con la mirada colgada del limbo (aunque jamás sería como Floyd Patterson, claro, que llegó a encontrar en las profundidades del KO la remansada paz que no encontraba en la realidad). El fulano aquel era judío, se llamaba Joe Choynski y, después de haberle enseñado el sabor de la derrota, le inculcó la técnica que le faltaba a un hombre que lo poseía todo para triunfar: envergadura, agilidad, reflejos, unos puños con la contundencia del cemento armado y un sentido del espectáculo que luego heredaría Ali.
A la luz de lo que sucedió después, está claro que Choynski desconocía lo que hacía. Acababa de darle munición al mismo Billy El niño. Johnson, con el acerado instinto de la competitividad a flor de piel y la inteligencia ajedrecística que requiere el cuadrilátero, asumió esas lecciones y puso en jaque a todo un imperio: el racismo blanco que regía su país. Comenzaba una biografía digna para un mito, trufado de épicas y de duelos, de excesos y arrepentimientos que lo conducirían en un peculiar exilio/huida hasta la Barcelona de 1916, donde disputaría una pantomima de combate con un supuesto sobrino de Oscar Wilde: Arthur Cravan, al que tumbó en el cuarto asalto y casi antes de que él rompiera a sudar (dos años después, su rival se lanzaría a navegar por el Golfo de México, y hasta hoy: no se ha vuelto a saber de él). Es en la Ciudad Condal donde Denise Duncan lo sitúa con su obra «El combate del siglo», una pieza teatral que se representará a partir del 28 de abril en el Teatro Valle-Inclán, donde relata sus logros, pero que también enfrenta al púgil a sus propios temores y fantasmas, igual que ya sucedió con un éxito anterior, «Urtain», que catapultó a la fama al actor Roberto Álamo. Pero la oportunidad de esta historia excede el boxeo, sobre todo, al tenor de los altercados raciales que estremecen en estos momentos al llamado país de las oportunidades.
Viejos campeones
El boxeo fue el primer deporte que permitió competidores de color entre sus filas, como prueba ya la temprana presencia de campeones negros en el siglo XIX y que disfrutaron en su tiempo de la popularidad reservada hoy para los jugadores de fútbol. La afroamericanos jamás tuvieron el ring cerrado. Se ve que los actos de valentía abolen las barreras xenófobas. Al contrario que el resto de los deportes (o sea, todos los demás), un negro podía alcanzar en el pugilismo el título mundial. Pero había una raya que nadie podía traspasar: la categoría de los pesos pesados. Ese era un reino prohibido, reservado solo para los blancos, como explica Jorge Lera, excelentemente bien, en un gran libro, «Historia del boxeo» (Almuzara), que a todos los que les interese este asunto, y otros muchos del ring, deberían leer.
El problema es que a Johnson le gustaba la pasta, le molaban los trajes bien cortados y el alcohol de calidad, una tendencia común entre muchos héroes de la lona, y decidió romper la baraja por en medio. Aprovechó un patrocinio para dejar secándose al sol, igual que a un bacalao, al supuesto campeón de los blanquitos, Tom Burns, del que pocos ya guardan recuerdo, y se proclamó campeón. Tal cual. El sur de EE UU, ese lugar donde todos los hombres son iguales menos los de color, sintió un escalofrío. Entonces es cuando Jack London, al que todos hemos admirado por sus relatos y novelas, quedó en evidencia y se vio de qué pie cojeaba su conciencia con su célebre llamada a «la gran esperanza blanca» y ese texto titulado «El combate del siglo». No todos los escritores, por mucho que los admiremos, tienen que resultar ejemplares.
Las oraciones del novelista tomaron cuerpo en un viejo peleador ya retirado que debía tener las mismas ganas de regresar al cuadrilátero de que le cortara la cabellera un Sioux. Se llamaba Jim Jeffries, estaba entregado a la descansada vida que supone el retiro y gozaba del saludable sobrepeso de los deportistas que lo han logrado todo, incluso sobrevivir a la Prensa. No fue el orgullo, ni la defensa de la nación blanca, ni una cuestión de honor, ni tampoco un prurito de clase lo que lo sacó de su cabaña. Lo que hizo que se anudara los guantes de nuevo fue el dinero, la guita (esto tampoco ha cambiado con los años). El enfrentamiento, más que un combate, fue un baile de Jack Johnson, que se permitió algunas monerías (la psicología en el ring no es ninguna broma) y que acabaría derribando a su oponente varias veces hasta que todos se convencieron de que Jeffries, aunque se mantuviera en pie, hacía tiempo que besaba la lona.
Dientes de oro y mujeres blancas
Esa victoria resultó imperdonable para el público. Desencadenó, como ya es conocido, disturbios por EE. UU., pero estaba protagonizados por los blancos, o sea, los descendientes de los elegantes caballeros de «Lo que el viento se llevó». Jack Johnson, que disfrutaba de un sentido del placer que pasaba por la provocación, se paseaba trajeado, dibujaba una sonrisa en el rostro de las mujeres blancas con las que se acostaba y abría negocios. Las autoridades, como sucede con la gente de medianías, no le perdonaron el insulto que suponía su título ni esa vidorra de excesos (se desconoce qué les irritaba más). Así que tomaron un atajo y, como nadie lo vencía, le acusaron injustamente de un delito y le invitaron a pasar una temporada a la sombra. Johnson, antes de pasar por penitenciaría, tomó las de Villadiego y se fugó a Europa. Empezaba de esta manera un exilio que acabaría siendo penoso. Una pendiente que le conduciría por nuestro país y que lo devolvería exhausto al suyo, ya agotado, más deteriorado que una estatua griega, pero eso sí, con su sempiterna sonrisa de dientes de oro. Fallecería en un accidente de tráfico en 1946. Así que al final murió como en realidad vivió: a toda velocidad.