Crítica de “Península”: 2020: rescate en Corea ★★★☆☆
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Dirección: Yeon Sang-ho. Guion: Yeon Sang-ho y Ryu Yongsae. Intérpretes: Gang Dong-won, Kim Do-yoon, Lee Jung-Hyun, Kwon Hae-Hyo. Corea del Sur, 2020. Duración: 116 minutos. Terror.
Buena parte del atractivo de la estupenda “Train to Busan” radicaba en su habilidad para fundir el frenesí del nuevo cine de zombis, rápido como una nube de electrones, con el género de catástrofes, encarnado en un tren de alta velocidad tan estrecho como un tubo de ensayo. Del ejemplar trabajo con el espacio fílmico, aderezado con la pasión por el melodrama carente de prejuicios, nacía una película irresistible, un entretenimiento de lujo que apenas necesitaba las coartadas políticas que resucitan al mito del zombi cada tres cuartos de hora. “Train to Busan” era tan intensa que daba la impresión de haber exprimido hasta la última gota de sangre de sus víctimas. Por ello resulta de lo más lógico que “Península”, su secuela, haya dado un brusco giro de timón, independizándose del original: cuatro años después, lo que las une es su amor por el pastiche -ahora el cruce genético se da con el cine de atracos y/o rescates millonarios- y el paisaje después de la batalla, que es el de una Corea del Sur que llevó mucho peor el virus de los no-muertos que el del coronavirus.
Por lo demás, “Península” mezcla con un cierto descaro una premisa que podría recordarnos al John Carpenter más macarra -el de “1997, rescate en Nueva York” y su secuela- con los escenarios nocturnos de la discreta “Soy leyenda” y los amarillos apocalípticos de la saga “Mad Max”, de cuya tercera entrega versiona una escena gloriosa -la lucha en la Cúpula del Trueno, ahora en versión zombi- con bastante ingenio, y de cuyo capítulo final, la monumental “Mad Max: Furia en la carretera”- retoma una persecución catártica que se le va de las manos sin alcanzar el barroquismo cinético de George Miller.
El principal problema de la película es, precisamente, los zombis, convertidos en un cuerpo sin órganos que se mueve como un enjambre y que tienen el mismo valor -e inspiran la misma amenaza- que un mosquito aplastándose en el parabrisas de un coche. Todo es demasiado impersonal y estándar para que siquiera funcione la aventura de recuperar veinte millones de dólares de una tierra infestada de caníbales de mandíbula batiente. Incluso eso parece un pretexto para justificar una poderosa escena inicial situada en un ferry que pretende colocar a la culpa en el centro emocional de una historia que tarda muy poco en enterrarla debajo de una montaña de piel y huesos.