El “boina verde” que se convirtió en Medjugorje
En el 40 aniversario de las apariciones en la aldea de Bosnia-Herzegovina, José María Zavala publica una obra llamada a convertirse en referencia sobre este fenómeno
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Cuarenta años después de la primera aparición de María de Nazaret en la remota aldea de Medjugorje (Bosnia-Herzegovina), el 24 de junio de 1981, el resultado de mi investigación se recoge ahora en el libro «Medjugorje. El misterio que rodea a uno de los fenómenos más sorprendentes del catolicismo» (Ediciones Martínez Roca), que sale a las librerías de toda España este mismo miércoles. He aquí, en primicia, uno de los testimonios que recabé durante mi estancia en Medjugorje. Retrocedamos ahora a la noche del 4 de diciembre de 1992. Noche gélida, iluminada por una luna creciente que se cernía sobre la ciudad asediada de Sarajevo como una linterna para francotiradores. Goran Rasevic se contentaba con beber la floja cerveza fabricada en la capital que le vio nacer en compañía de su comandante y de otro soldado de operaciones especiales como él, los tres amigos de la infancia. Mientras conversaba con su Magnum y un par de granadas de mano ceñidas al cinto, Goran era ajeno a la mira telescópica del Mauser que tatuaba su nuca a menos de un kilómetro de distancia.
El Cruce de la Muerte
La cercana discoteca Corazones cerraba a las diez con el toque de queda. Situada a escasos veinte metros de los contenedores contra francotiradores del llamado Cruce de la Muerte, llegar hasta allí podía condenarte a yacer para siempre en una fosa común excavada a cinco metros bajo tierra o, en el mejor de los casos, a hacerte viejo antes de tiempo. A poca distancia de ellos, otros dos combatientes bosnios con hierros de cirugía incrustados en los huesos de las piernas intentaban evadirse de la guerra ingiriendo la casi insípida agua de cebada. Era la única forma de mitigar la claustrofobia del cerco, mientras el líder Radovan Karadzic dirigía la matanza desde la cima de la montaña olímpica erizada de cañones y ametralladoras. Una tribu de los peores asesinos se había concentrado en la cumbre: perros de la guerra reclutados de las ciudades serbias de Bosnia, gánsters y navajeros de Belgrado, escoria de la cárcel y del manicomio dispuesta al saqueo y el degüello.
La contienda había estallado el 5 de abril de aquel año, tras la declaración de independencia de Bosnia-Herzegovina de la República Federal Socialista de Yugoslavia. Las fuerzas de defensa mal equipadas de Bosnia combatían a muerte contra el Ejército Popular Yugoslavo y el de la República Srpska –las milicias serbobosnias–, parapetados en las colinas que circundaban Sarajevo. Los muros del cerco se cerraron sobre la capital como la tapa de un ataúd. A mi buen amigo Julio Fuentes, corresponsal de guerra del diario «El Mundo» donde trabajábamos juntos entonces, le faltó tiempo para hacer la maleta y largarse de la redacción en busca del alcaloide bélico. La secretaria del periódico ya había despachado solo su billete de ida en avión. Fue así como, a través de sus crónicas en el periódico y de alguna que otra conversación telefónica entrecortada con él, Julio me ayudó a recomponer de primera mano el gran puzle del gulag bosnio.
Desesperada carrera
Desde una ventana hecha pedazos del hotel “Holiday Inn” donde se alojaban los corresponsales de guerra en Sarajevo, Julio vio correr una mañana a un chico que cargaba a un herido. Sus compañeros cubrían su desesperada carrera con fuego de ametralladores y algún que otro cañonazo. La suerte del combate pareció depender del sprint final del miliciano. Las miradas se concentraron en sus quinientos metros libres y en las posibilidades que el desgraciado tenía de alcanzar la meta sin que lo aplastaran como a una musaraña. El muchacho no percibió los vítores futboleros que acompañaron sus últimos metros antes de alcanzar la meta. Poco después, llevaron al hotel el paquete que cargaba a la espalda. Su amigo ingresó cadáver en el sillón de la recepción.
Supe también por Julio que a la discoteca Corazones se llegaba con los números de la lotería de la muerte en el bolsillo, a bordo de un vehículo iluminado únicamente con las luces de posición que no dejaba de brincar sobre los cráteres estampados con metralla en el pavimento. Entre tanto, Goran había encendido otro cigarrillo Drina, la tóxica picadura que los soldados se inyectaban en los pulmones a falta del codiciado Marlboro. Era una chimenea humana. Pálido, delgado y de casi dos metros de estatura, Goran había jugado al baloncesto con estrellas que lucieron la camiseta del Real Madrid y entrado en la leyenda de club, como Mirza Delibasic, Drazen Dalipagic o su tocayo Petrovic.
Los clientes de Corazones dejaban sus Kalashnikov M70B1 en la recepción. Se adornaban las orejas con aretes que pendían de los lóbulos, grabados con la flor de lis, y algunos llevaban hasta largas cabelleras al estilo Custer. La fachada de la discoteca mostraba los zarpazos del mortero. Habían tapiado las ventanas con sacos terreros para evitar morir bailando rock étnico bosnio con sonido flamenco. El generador Yamaha que abastecía de corriente eléctrica al local dejó de fluir y lo sumió en la oscuridad. La luz amarilla de las velas surgió de repente iluminando los rostros. En aquel preciso instante, Goran Rasevic se llevó la mano al bolsillo del pantalón para coger otro cigarrillo de su pitillera y una pulserita se le cayó al suelo...
–¡Eh…! Que no soy maricón –aclara él en castellano con acento eslavo y varonil durante nuestro encuentro en febrero de 2018, veintidós años después de concluir el cerco a Sarajevo, el 29 de febrero de 1996.
Me limito a sonreírle, mientras Goran sigue relatándome lo que a continuación sucedió:
–Percibí entonces el leve zumbido de dos mosquitos sin darle más importancia –explica–. Y eso que su oído estaba tan afinado para las bombas como un Stradivarius para un concierto de cuerda.
–¿Algún francotirador? –sospecho yo–.
–Tal vez, pero en aquel momento me limité a agacharme para recoger del suelo la pulsera que me había regalado mi novia Sandra.
–Debería haber sido al revés, ¿no...? –bromeo–.
–Serás cabrón... –deja escapar Goran, mordaz–.
Y añade:
–No era una pulsera cualquiera, sino un Rosario de muñeca que Sandra me había comprado en Medjugorje, en 1990.
–¿Habías estado allí alguna vez?
–¡Jamás! Ni ganas que tenía. Era el último lugar de la tierra que me hubiese gustado pisar entonces, después de Sarajevo.
–Pero llevabas aquel objeto encima aquella noche...
–Sí, bien guardado en el bolsillo del pantalón. Ya sabes que no me gustan los hombres con pulsera.
–¿Pero no dices que era un Rosario?
–En aquel momento no le di más importancia a su significado. Era un regalo de Sandra y punto. Yo no era creyente. Mis padres eran ateos y comunistas. Había crecido con las obras de Marx, Lenin y Engels alrededor mío.
Goran le da, ahora sí, una honda calada al Marlboro antes de proseguir:
–Este cigarrillo era el verdadero elixir del cerco, y no el asqueroso tabaco que fumábamos allí –suspira, exhalando el humo como un silbido–.
–Bueno, ¿quieres explicarme de una vez lo que sucedió entonces?
–empiezo a impacientarme–.
–Lo supe al cabo de cinco años, en 1997.
–¿Supiste qué...?
–Uno de aquellos días, el padrino de mi primer matrimonio me telefoneó para quedar conmigo. Poco después, le noté algo descompuesto al verle.
¿«Qué te ocurre?», inquirí. Y entonces él empezó a explicarse: «Verás... Aquella noche estuve a punto de matarte», dijo con un nudo en la garganta. «¿Matarme tú? ¿Cómo? ¿Qué noche? ¡Por qué...!», exclamé yo. Vino a mi memoria entonces la noche de los mosquitos...
–¿Qué razones tenía él para matarte, si erais de la familia? –indago–.
–Como serbio, él se enroló en las fuerzas enemigas. Y aquella noche, desde la azotea de un edificio en ruinas, me tuvo a tiro mientras conversaba con mi comandante y otro camarada.
–¿Quieres explicarme cómo fue capaz de apretar el gatillo sabiendo que eras tú?
–No lo sabía.
–¿Pero no acabas de decirme que contactó contigo para contarte que había estado a punto de liquidarte? ¿Qué más pruebas necesitas para estar seguro de ello?
–Enseguida lo entenderás todo. Él disparó en el preciso instante en que yo me agaché para recoger la pulsera del suelo. Pero solo cuando me giré hacia la derecha, donde había caído la cartera, pudo distinguir por primera vez el perfil de mi rostro en el blanco de su mira telescópica. Y entonces se quedó petrificado porque ya era demasiado tarde para reaccionar.
–Disparos secos del 7,62
A esas alturas, en efecto, habían sonado los dos disparos secos del calibre 7,62 mientras un enjambre de trazadoras rojas volaba como libélulas rasgando la noche. Sin saberlo, Goran volvió a nacer.
–Tras enterarme de lo sucedido –agrega él– empecé a rebobinar en mi cerebro cada detalle de aquella noche y no pude dejar de repetirme la gran pregunta: ¿fue casual que me agachase entonces para recoger el Rosario de Medjugorje?
Aquel simple gesto le salvó la vida. Y una vez persuadido de ello, Goran puso finalmente los pies en la remota aldea de su tierra natal para agradecer a la Virgen de Medjugorje aquella segunda oportunidad. El nombre está compuesto por las palabras del croata «medju» y «gorje», que significan un lugar entre las montañas en alusión a la situación entre las colinas circundantes. Goran Rasevic se confiesa hoy, con razón, un sentido devoto de la Gospa, nombre de la Virgen también en croata, y a la menor oportunidad la da a conocer y amar.