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«Tránsito»: La vigilia de la renuncia

Jesús UgaldeT. Español/ T. Real
La Razón

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Música y libreto: J. Torres (sobre «Tránsito», de Max Aub). Intérpretes: Isaac Galán, María Miró, Anna Brull... Orquesta del Teatro Real. Director de escena: E. Vasco. Director musical: J. Francés. Matadero, Madrid. 1-VI-2021.
El formato de la ópera de cámara es uno de los refugios más interesantes de las últimas décadas. Sus dimensiones discretas incluyen un mayor espacio para la libertad de concepto a la vez que la cercanía permite un brindis a la intimidad, una intimidad no entendida desde la belleza sino como la posibilidad de asomarse a los infiernos propios de Sartre apenas salvaguardados por una barandilla.
«Tránsito», de Jesús Torres, se basa en el original homónimo de Max Aub, y como cualquiera de sus textos apunta a muchos lugares con independencia de la fecha y lugar originales, y ninguno de ellos es cómodo para el espectador. Ocurre, en cierta manera, como con la «Salomé» de Wilde, que presenta lo monstruoso aunque en este caso de manera más cotidiana, presenciando una especie de vigilia de la renuncia narrada con sensibilidad y amor a lo complejo sustentado por la noche en vela de Emilio, exiliado español en México que mantiene conversaciones reales e imaginarias con la mujer de su presente (Tránsito) y la de su pasado (Cruz). En ese marco Aub reflexiona sobre el coste y la conciencia del abandono, la certeza del desarraigo o la angustia de una paternidad fantasmal. Pero, por otro lado, «Tránsito» también es una de las primeras hijas del confinamiento (parte fundamental de la partitura de Torres salió de ahí), y la angustia lo sobrevuela todo de manera lúcida, como si se trataran de los techos agónicamente bajos que Orson Welles colocó a Anthony Perkins en su versión de «El proceso» de Kafka.
La partitura de Jesús Torres es extraordinaria en su hilo narrativo y en su multiplicidad referencial. Encontramos la disolución lírica del último Puccini, la de los últimos días de la inacabada «Turandot». Un lirismo afilado, negro si se quiere, que mira a la noche del amor, no a su mediodía. Pero en las esquinas de la partitura aparecen Falla y sus procedimientos de refundación del folclore español; tal vez no es un patrón motívico concreto pero sí en su atmósfera. Y también los platos frotados que popularizara Howard Shore o la angustia percutida de Jerry Goldsmith. Nada de ello citado explícitamente, pero todo presente y sin menoscabo de la voz propia de Torres que se nutre de la realidad musical de todo tiempo y con un tratamiento vocal que abarca tres siglos. La tímbrica es privilegiada, sin hacer del desasosiego su única máxima pero con un uso muy inteligente de los registros extremos de los instrumentos.
Jordi Francés es el director ideal para una partitura de estas característica, con gesto claro y capacidad para el matiz sonoro y la construcción de atmósferas a largo plazo. Supo centrar el discurso hacia lo teatral y acometer una versión más hedonista en lo tímbrico en los interludios instrumentales. El reparto se ajustó de manera precisa a lo pretendido, destacando la dramaturgia verosímil de Isaac Galán y el canto lírico y descarnado de la Cruz de María Miró.

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